MÍRAME CUANDO TE
HABLO
—¿Me estás escuchando?
—Si…
claro que te escucho.
—Javier,
por favor, mírame cuando te hablo.
Aparté
la vista de la pantalla. Siempre que me llama Javier, la cosa va en serio.
—¿Por
qué no contestas?
—Lo
estaba pensando.
—¿Y?
Sonreí.
Supongo que mi sonrisa fue amplia y tranquilizadora, porque Marta se echó en
mis brazos.
—¡Oh,
Javi¡ ¿Esa sonrisa quiere decir que sí? Qué feliz soy, tenía tanto miedo de que
no quisieras. Llevo días dándole vueltas y no sabía cómo decírtelo.
La abracé, la besé y la cagué. Ni por un momento se me
ocurrió preguntar de qué hablaba, a fin de cuentas yo iba a estar de acuerdo
con cualquier cosa que Marta propusiera. Lo mismo me daba que estuviera
sugiriendo un viaje a la otra punta del mundo, como decorar de nuevo la cocina
o cambiar de coche. Supuse que todo era cuestión de esperar. Tarde o temprano
Marta repetiría su propuesta y yo tendría tiempo para adaptarme. Cualquier cosa
antes que admitir que no me había enterado de nada.
—Quiero pedirte una cosa, dirás que soy rara, pero me
gustaría que no volviéramos a hablar de esto. Por favor, no digas nada más —me
dijo sellándome los labios con el dedo—. Quiero que no lo volvamos a nombrar
hasta que llegue el momento. ¿Vale? Dejemos que las cosas vayan por sí solas.
—De acuerdo —respondí encantado. Nada me apetecía más que
dejar en el olvido aquella conversación para regresar de nuevo a la pantalla
del ordenador.
Siempre he oído decir que el amor es ciego, pero no es
cierto, lo que es ciega es la felicidad. Yo era feliz. Mi vida, nuestra vida,
era confortable como un líquido amniótico. No voy a daros la lata contando
nuestros viajes, las cenas románticas o algunas intimidades. Solo quiero dejar
constancia de que no deseaba nada que no tuviera y más tarde, cuando todo
acabó, no podía poner los ojos en alguna foto de aquella vivienda minúscula, en
algún objeto comprado en un país exótico, en una entrada de teatro, vieja y
arrugada, que apareciera en el fondo de un bolsillo o en un libro que
hubiéramos leído a medias, sin que se me saltaran las lágrimas. Yo creía que
estábamos blindados contra ataques externos, que nuestra dicha era de piedra
picada y que nada ni nadie podía a acabar con ella, pero no era así, alguien
acechaba en la oscuridad del limbo esperando el momento adecuado para
destrozarla.
Soy programador informático y, durante aquel tiempo que
pasé en el edén, trabajaba en una empresa familiar, próspera y con futuro. A
Marta nunca le vi defectos. Era, y sigue siendo, guapa, cariñosa, alegre e
inteligente. Por entonces trabajaba en un hospital privado —es médico analista
y está especializada en enfermedades de médula—, por lo que no tenía que
soportar guardias ni horarios extremos. Nos dábamos una buena vida, sin lujos,
pero concediéndonos los caprichos que nos apetecían y yo, ciego y sordo, no vi
venir los nubarrones de tormenta ni mucho menos intuí el chaparrón que se
avecinaba.
Quizás lo hubiera advertido si hubiera estado más atento
a la cara embelesada de Marta cuando algún amigo descorchaba una botella de
cava para celebrar que iba a aumentar su familia o al acudir a una clínica,
cargados con un enorme peluche, para felicitar a unos nuevos papás. Unos amigos
que rápidamente desaparecían de nuestra agenda, pues ya no vendrían a pasar con
nosotros los fines de semana en la nieve, ni compartirían los trayectos por la
selva o los chapuzones en la aguas turquesas del trópico. Aquella pareja dejaba
la categoría de amigo para pasar a la de examigo, pues cuando te los volvías a
encontrar ya no había nada que pudieras compartir. El mundo de los nuevos
padres se convertía automáticamente en una secuencia de visitas al zoo, parques
de atracciones y espectáculos de circo.
Cada vez que un bebé caía en sus brazos, Marta babeaba de
gusto. Se hacía fotos con ellos y se empeñaba en que yo también los cogiera,
los arrullara y alabara la hermosura de aquella criatura llorona y maloliente.
No me rebelé, en ningún momento se me ocurrió aclarar las cosas para que Marta
supiera que los niños nunca me habían provocado el más mínimo sentimiento de ternura.
En realidad, si la obedecía, tan solo lo hacía por la satisfacción de verla
contenta. Ni siquiera presentí el peligro que me acechaba cuando Marta se
interesaba por las minucias de embarazos y partos. Siempre supuse que era la deformación
profesional lo que la llevaba indagar sobre detalles que a mí me repugnaban profundamente
y que, por pudor, habría sido mejor que la interesada los hubiera mantenido
ocultos. No capté el mensaje implícito que había en todo ello y en ningún momento
se me ocurrió pensar que en su cabeza se estuviera formando la descabellada
idea de que entre nosotros hacía falta alguien más, alguien que tuviera poder
para destruir nuestro mundo y desgraciar cada uno de los segundos que nos
quedaban de vida.
Aquella extraña conversación se borró de mi memoria en
cuanto regresé a la pantalla del ordenador y solo cuando Marta me llamó para
cenar, me di cuenta de lo mucho que se había esforzado en preparar una cena
romántica con velas, flores y todo ese rollo.
—Esta noche va a ser algo especial.
Preocupado, repasé fechas por si se me había olvidado
algo. Ni santo ni cumple ni aniversario ni nada… que yo recordara.
En cuanto vi a Marta con un diminuto camisón, o negligée
o como se llamen esas sedas medio transparentes, se me olvidaron las
preocupaciones y aproveché la ocasión sin ningún reparo.
Aquellos arrebatos de seducción estilo Hollywood duraron
un par de semanas. Marta y yo hicimos el amor todos los días y ni que decir
tiene que el asunto no me preocupó hasta que una tarde, al regresar del
trabajo, la encontré llorando como una magdalena.
—Me ha venido
la regla —dijo llorando a moco tendido.
—¿Te preparo
una infusión? —pregunté suponiendo que era víctima de uno de esos dolores
abdominales de los que tanto se quejaba.
—No comprendo
por qué no me he quedado embarazada.
Se me heló la
sangre. ¿Embarazada? ¿Era eso lo que la había llevado a esos arrebatos de
pasión? Respiré aliviado, uff. Salvado por la campana.
—Mejor, Marta,
mucho mejor. Somos jóvenes y podemos esperar —dije con una sonrisa
tranquilizadora mientras pensaba estrategias para posponer eternamente una idea
tan descabellada.
—No te fallaré,
Javi, serás padre, te lo prometo.
No hubo manera
de convencerla de que no había nada más alejado de mis deseos que andar
cambiando pañales. Marta, segura de que lo único que yo quería era consolarla,
no creyó ni una de mis palabras y juró y perjuró que tarde o temprano
tendríamos la felicidad de llenar nuestro hogar de cunas y papillas, que
pasaríamos los fines de semana en el zoo, que correríamos a urgencias presos
del pánico un par de veces al año, que departiríamos muchas tardes con una
serie de maestros y psicólogos y que, algún día, un adolescente borracho
destrozaría nuestro coche chocando contra una pared.
La naturaleza
se puso de mi parte y las sesiones mensuales de lágrimas se sucedieron. También
se repitieron las noches de seducción, pero tengo que admitir que me sumergía
entre sus muslos con más miedo que deseo. Pasó el invierno y me fui
tranquilizando, el embarazo no llegaba y, aunque Marta había perdido la alegría
y la veía llorar a lágrima viva cada vez que la naturaleza le demostraba que su
vientre iba a seguir siendo plano, yo me consolaba pensando que si la llevaba
de vacaciones a Japón recobraría la ilusión y se olvidaría de quimeras
absurdas.
La primera
indicación de que Marta no se rendía llegó por medio de una médico naturista,
amiga de una amiga. En cuanto la médico entró en nuestras vidas ya no pudimos
volver a hacer el amor cuando nos apetecía. Dejamos de perseguirnos por la
casa, arrancándonos la ropa y tirándola por el pasillo. No volvimos a
acostarnos con botellas de champán en la mesilla de noche, con cuencos de
chocolate y nata o helados de vainilla. No volvimos a amanecer con unos
sostenes colgando de la lámpara. En nuestras vidas, el amor se convirtió en una
experiencia casi mística que estaba regida por temperaturas basales, ejercicios
de relajación, velas de vainilla y flores de Bach. Necesitábamos música de
Mozart, era imprescindible disponer el cabecero de la cama orientado hacia el
norte y en cuanto el acto reproductor acababa, tenía que coger a Marta por los
pies y ponerla boca abajo durante diez segundos. Nada menos estimulante para mantener viva la pasión.
La naturaleza
siguió de mi parte y Marta continuó llorando desconsolada con periodicidad
matemática.
—Debemos ser
lógicos, Marta —le dije una tarde en la que me pedía perdón, entre hipos, por
no ser capaz de hacerme padre—. Escuchemos el mensaje que nos envía la
naturaleza, es mejor que abandonemos el proyecto.
—He pedido hora
al doctor Martín, de reproducción asistida, me hará una revisión completa.
En ese momento
fui yo el que tuvo que reprimir las lágrimas. Reproducción asistida. ¿Qué
nuevas torturas impondría el doctor Martín a nuestras, ya de por sí, tristes
relaciones?
Al día
siguiente Marta regresó del trabajo con una sonrisa de oreja a oreja.
—El doctor
Martín me ha hecho una revisión. Estamos esperando los análisis pero dice que
no ve en mí ningún motivo que me impida ser madre — dijo con voz triunfante.
Odié al doctor Martín
a partir de aquel mismo momento, porque ya casi podía predecir lo que oiría a
continuación.
—El doctor
Martín quiere verte a ti.
Lo sabía. Ese
gilipollas de doctor Martín quería reírse de mí. Pues me verás, doctor Martín,
nos veremos las caras y no te atrevas a meterte conmigo, medicucho de
pacotilla.
—Pero no pongas
esa cara, solo quiere analizar la cantidad de espermatozoides vivos de cada
eyaculación.
¿Por qué no me
negué? Podría haber puesto las cartas sobre la mesa y jurar por lo más sagrado
que no deseaba hijos, que lo único que deseaba era recuperar a mi mujer y
volver a ser feliz como antes. Sin embargo, los hijos son tan puñeteros que te
hacen la vida imposible aunque no los tengas y la única forma que se me ocurría
de recuperar a Marta era tener el dichoso niño y esperar a que nuestra vida se
recobrara, con heridas, pero recobrada a fin de cuentas.
En cuanto el
doctor Martín y yo nos conocimos supe que el odio era mutuo. Aquel médico,
embutido en la majestad de su bata blanca, pertrechado tras el escritorio y
camuflado tras las gafas, me miró con una sonrisa de sorna que decía: ya verás
la que te espera. A pesar de que mi único deseo era darle un puñetazo en
aquella boca sonriente y babosa y dejarlo KO sobre la alfombra, me dejé
observar y manosear en mis partes más íntimas, sin oponer resistencia y más
tarde me encerré en el consabido cuartucho blanco para abandonarme a prácticas
que me remontaron a la adolescencia. No quise abrir las asquerosas revistas
amontonadas sobre la mesita, me repugnaba imaginar otras manos que se habían
aventurado por entre las páginas llenas de tetas y culos. ¿Saben con qué me
excité para llenar el tubo de ensayo hasta los topes? Me imaginé rompiéndole la
cara al doctor Martín, desnudándolo a bofetadas y dándole por el culo hasta que
se le saltaban los ojos. Eso fue lo que pensé mientras le daba al manubrio.
Fuimos juntos,
Marta y yo, a recoger los resultados. Marta con una sonrisa beatífica, tomando
mis manos entre las suyas y mirándome a los ojos con dulzura.
—Pónganse
cómodos —dijo el doctor Martín—, sé que no va a ser agradable lo que voy a
decirles, pero no teman, hoy la ciencia puede solventar las cosas.
De cómodo nada,
yo estaba empezando a apretar los puños y creo que el médico lo vio, porque
dejó aflorar una sonrisa maléfica.
—Esto no tiene
nada que ver con su hombría Javier, tan solo se trata de que sus
espermatozoides carecen de la velocidad suficiente como para alcanzar el óvulo
y fecundarlo. Es un problema muy frecuente en estos tiempos. Hay estudios que
lo achacan a la contaminación, otros dicen que es por una excesiva exposición
al sol, también podría ser por las radiaciones a las que nos exponemos en los
viajes en avión…
Ya no seguí
escuchándole. ¿Quién era él para dictaminar sobre la calidad de mis
espermatozoides? Anda, enséñame los tuyos, estuve a punto de decirle. Los
ponemos juntos y hacemos apuestas a ver cuál corre más.
—…Inseminación
artificial —fue lo siguiente que pude oír— Nuestro banco de esperma es de total
confianza, nuestros donantes son jóvenes sanos y la donación es totalmente
anónima.
Marta salió de
la consulta exudando satisfacción. Se tomó el día libre y me llevó a comer en
un buen restaurante. Durante la comida intenté disimular la angustia que sentía,
no porque me sintiera humillado, sino porque estaba seguro de que el donante
joven, sano y anónimo tendría éxito.
Acompañé a
Marta el día de la inseminación. El doctor Martín me preguntó si deseaba estar
presente y le dije que sí. No es que me apeteciera, pero temía que si no iba,
Marta se ofendiera. Le cogí la mano mientras alguien andaba hurgando en sus
intimidades para realizar una función que me hubiera correspondido a mí, pero que,
llegado a aquel punto, ya casi prefería que lo hiciera otro.
El doctor
Martín me miró con una sonrisa aviesa y desapareció tras un biombo. Me lo puedo
imaginar en una cámara llena de una neblina blanca, leyendo las etiquetas de
los tubos de ensayo y echando mano de uno con una calavera y dos tibias
cruzadas, para alertar de que se trataba del esperma de un tarado, un caso
patológico que debían mantener apartado para hacer estudios sobre la perversión
congénita.
Durante el
embarazo nuestras relaciones no mejoraron: desaparecieron. Marta se dedicó a
pasear su tripita, bañar su tripita, poner crema hidratante a su tripita,
fotografiar su tripita, acariciar su tripita y yo quedé relegado al tercer
lugar. Es duro pasar del primero de la casa a ser el tercero: primero el bebé y
segundo la madre. Yo parecía haber cumplido ya con mis funciones, aunque en
realidad no había cumplido con ninguna de ellas, por eso me veía obligado a
hacer méritos todos los días. Si ese que deformaba el cuerpo de mi mujer era mi
hijo, lo había decidido una cuestión de suerte, una especie de sorteo especial
sin niños de San Ildefonso. El doctor Martín habría podido coger cualquier otro
tubo de ensayo, pero… fue aquel. Alea jacta est.
Tengo que
admitir que a pesar de todo, durante los nueve meses que duró la espera,
desarrollé al fin algo parecido a la ilusión. Tanto me habló Marta de nuestro
hijo que empecé a esperarlo con una cierta alegría. Supuse que en cuanto lo
viera se me despertarían los mismos sentimientos de ternura que había visto en
mis amigos, ¿o ellos también fingían?
Le hicieron
cesárea, así que no pude estar a su lado, cogerle la mano durante el parto y
aunar nuestras lágrimas de emoción cuando depositaran sobre la madre al manojo
de carne sangrante al que debía admirar como lo más hermoso del mundo. Simulé
ser un buen padre, anduve y desanduve el pasillo, salí al patio a fumar y
esperé, bastante nervioso hasta que una enfermera me anunció que, muy lejos de
acabar, nuestros problemas habían empezado.
Cuando vi a mi
hijo por primera vez, la madre ya estaba en la habitación, pálida y ojerosa,
pero con una sonrisa de triunfo y tengo que decir, aunque nadie me crea, que
tuve la sensación de que el niño se parecía sospechosamente al doctor Martín
¿Sería su repugnante semen el que había fecundado a mi amada? Nunca lo sabré,
aunque no me extrañaría.
Decían que el
bebé sonreía cada vez que yo me acercaba a la cuna, creo que no sonreía, creo
que se carcajeaba mientras tramaba torturas. Parece como si un niño tan pequeño
no tuviera herramientas para martirizar a sus padres ¿verdad? Pues las tiene, y
muchas.
Empezó a llorar
desde el mismo momento en que llegamos a casa. Nada. Nada era capaz de
calmarle, ni el color relajante de las paredes, ni la música de Mozart, ni el
DVD con el corazón de su madre, no había nada que le hiciera callar. Berreaba
día y noche. Cuando algunas veces parecía calmarse, tan solo estaba esperando
pacientemente a que empezáramos a dormir para poner de nuevo en marcha la
sirena.
Pero no se
trataba tan solo del llanto, no era cuestión de esperar a que sus biorritmos se
adaptaran, la verdad es que aquel era un niño perverso, diabólico, como el del
exorcista. Me ha costado decirlo, nunca antes me había atrevido, pero ya que
estoy sincerándome no voy a dejar ni una palabra escondida en el fondo de mi
alma, diré lo que pienso a pesar de que mi conciencia se resienta por ello: odiaba
a aquel niño.
Visitamos médicos pediatras que después de
electroencefalogramas y análisis nos anunciaron que teníamos la fortuna de ser
padres de un niño totalmente sano, que si lloraba, no comía, vomitaba, tenía
diarreas o estreñimiento era solo por el placer de fastidiar a sus padres.
Durante el
permiso de maternidad, Marta se armó de paciencia, hizo lo posible por mantener
una artificial atmósfera de alegría pero yo la veía cada día más desmejorada,
con los nervios a flor de piel y unas ojeras moradas bajo los ojos. Yo intentaba
ayudar acunando al niño hasta que parecía dormirse y entonces me deslizaba en
la cama con sumo cuidado, pero el muy sinvergüenza me estaba vigilando y no
hacía más que rozar la almohada con la cabeza, cuando empezaba a chillar de
nuevo, como si fuera una ambulancia en servicio de urgencia.
Nuestros amigos
empezaron a evitarnos, el niño no mejoraba con el paso del tiempo, sino que muy
al contrario. Conforme iba creciendo, las herramientas que tenía a su alcance
eran mayores y más mortíferas. Cuando Marta regresó al trabajo, la cosa
empeoró. Ningún canguro quiso hacerse cargo del pequeño monstruito.
Contratáramos a quien contratáramos, tanto si era una centroamericana a la que
engatusábamos con la promesa de papeles, seguro y permiso de residencia, como
si era una marroquí desesperada, o una autóctona, nadie soportaba a aquel
energúmeno. Al fin, tras mucho discutir, Marta cogió una excedencia hasta que
el niño fuera a la guardería. Ahí empezó otro calvario. A los dos días de
asistir al jardín de infancia, nos llamaron para darnos los tan temidos
consejos educativos. Fue inútil. El siguiente paso lo dimos consultando a un
psicólogo tras otro, y mientras unos nos aconsejaban mano dura y unas normas
rígidas, otros nos hablaban de la necesidad de rodear al niño de una atmósfera
de calidez y esperar a que madurase como si fuera una pera.
Tras algunas
tentativas, los padres de los otros niños dejaron de invitar a nuestro hijo a
las fiestas de cumpleaños, ya que con el tiempo desarrolló una fuerza con la
que machacaba la cabeza de cualquiera que se interpusiera en su camino, se
liaba a patadas con los muebles y mordía a cuantos se acercaban para sujetarle.
En casa la
tensión fue en aumento hasta hacerse insoportable y un día, después de recibir
todo tipo de improperios y acusaciones por el mal comportamiento del niño,
Marta me echó a la calle y pidió el divorcio.
Me trasladé a
un piso pequeño y oscuro, dejé de viajar, porque la mayor parte de mis ingresos
se la llevaba la pensión que le pasaba a Marta y me dediqué a pasear y leer,
fin de semana sí y fin de semana no, porque cuando me tocaba niño, aquellos dos
días los pasaba en pie de guerra, esperando con ansia que llegara el momento en
el que pudiera entregarlo de nuevo a su madre.
Lo que más me
dolía era ver a Marta cada día más flaca, con los ojos hundidos, triste y
encorvada. Yo seguía queriéndola, sabía que detrás de toda aquella tristeza estaba
Marta. Mi Marta. La Marta que yo añoraba y que aquel cabrito me había robado.
El día en que
nuestro hijo cumplió los dos años fui a casa para compartir el pastel y
llevarle un regalo. Marta abrió la puerta, depositó dos castos besos en mi
mejilla y me hizo pasar al salón con una alegría renovada.
—Me voy seis
meses a Nueva York. Me han ofrecido una beca para un curso de especialización
en un hospital.
Me quedé de
piedra. ¿Se llevaría al energúmeno?
—Tendrás que
hacerte cargo del niño durante este tiempo, si quieres puedes trasladarte aquí,
la casa es más grande, te dejo la asistenta, teléfonos para que contrates
canguros y te llamaré todos los días.
¿Seis meses con
el niño? Día y noche. ¿Seis meses entre los que se incluía las vacaciones de
semana santa y el final de curso? Seis meses… No lo podía creer.
—Me voy dentro
de diez días, tengo todo preparado y no hay vuelta atrás —dijo Marta antes de
que pudiera abrir la boca para protestar—. Comprenderás que para mi carrera es
una gran oportunidad y seis meses no es nada.
Aquellos diez
días pasaron a una velocidad increíble, apenas si tuve tiempo de trasladar mis
cuatro trastos a mi antiguo hogar y despedir a Marta, que salió apresuradamente
por la puerta arrastrando con ella dos maletas y sonriendo con evidente alivio.
Me quedé sentado en el sofá, el niño se sentó en una banqueta frente a mí,
mirándome con una mueca aviesa.
Acabamos la
semana como pudimos. Marta llamó desde Nueva York y se me saltaron las lágrimas
cuando oí su voz alegre y cantarina, como la de unos años atrás. Le pasé el
teléfono al niño que se puso a dar berridos en el auricular hasta que su madre
colgó.
Me sentía
hundido, no tuve ánimos ni para protestar cuando vi al niño pintando los
cojines blancos del sofá. Hice un intento de arrebatarle los rotuladores, pero
se puso a gritar y volví a dárselos. Me quedé viendo como espachurraba los
rotuladores sobre la tela, una seda salvaje que Marta y yo habíamos comprado
con tanta ilusión. Me puse en pie de un golpe y sujeté sus manos con una fuerza
excesiva. El niño pareció asustarse, pero pronto recuperó la voz y empezó a
chillar de nuevo. No podía más. Si aquel energúmeno no podía vivir en una casa
decorada con cierto gusto, estaba dispuesto a guardar los muebles en un
guardamuebles y comprar mesas y sillas de plástico.
Sin hacer caso
de los berridos, le puse la chaqueta y lo arrastré hasta el coche. Con la música
a tope conduje hasta la puerta de IKEA y para cuando llegué, tanto él como yo
estábamos histéricos. Ni en broma me metía yo en aquella tienda llena de
objetos frágiles con el niño de la mano, así que me dirigí directamente a la
guardería. Sabía que no estaría mucho tiempo allí, antes de que hubiera acabado
las compras ya me estarían llamando por megafonía para que regresara a
recogerlo, porque se estaba cargando a todo bicho viviente.
Debía de ser un
día de ofertas, porque una aglomeración de padres, madres, abuelos y canguros,
llevando de la mano angelitos más o menos alborotadores, atestaba la puerta.
Temía que me dijeran que el cupo estaba completo y no podían quedarse con mi
retoño, así que me colé y, atropellando a todos, empujé al niño hacia el interior
de aquel cubículo lleno de toboganes y bolas de plástico, donde una joven muy
amable le colgó al cuello un cartel de plástico con un número tres. Era tal la
confusión que ni siquiera se acordó de pedirme el carnet de identidad y, con la
ilusión de disponer de algún tiempo para mí, me alejé de aquel griterío.
No había dado
más que unos pasos, cuando vi la figura inconfundible del doctor Martín.
También él llevaba a su hijo de la mano. Debía de tener más o menos la edad del
mío, pero solamente con verle te dabas cuenta de que aquel era un tesoro. El
niño se mantenía junto a su padre, esperando a que éste le diera permiso para
entrar, le dio un beso en la mejilla y le dijo adiós con la manita mientras se
adentraba en la guardería y empezaba a jugar con una niña; nada que ver con el
mío, que acababa de entrar y ya estaba atizando con las bolas a cuantos se
ponían a tiro.
—Jodío —me
dije—, te has quedado el bueno y me has endilgado al otro. ¿Será posible?
El doctor
Martín ni siquiera me vio, pasó por mi lado sin reconocerme y desapareció por
los pasillos de la tienda. Me senté en una silla de terraza de un expositor y
estuve mirando los niños. El mío se ensañaba con un chavalin mucho más pequeño
que él, mientras el del doctor Martín montaba un castillo con unas piezas de
espuma.
No podía apartarme
de allí, la imagen del doctor Martín y su idílica estampa familiar me
perseguía. Ni siquiera era capaz de estar sentado, los ojos se me iban detrás
de aquella preciosidad: pelo oscuro y liso, ojos castaños, cara redonda…
ciertamente, los dos niños se parecían mucho.
Observé cómo se
balanceaba el cartel con el número tres que mi hijo llevaba colgado del cuello.
El hijo del doctor Martín llevaba un ocho. Parece que haya dejado el paraguas a
la entrada del teatro, me dije, qué cutres. Llevaba en el bolsillo un rotulador
negro y convertí el tres del resguardo en un ocho perfecto. Nadie hubiera sido
capaz de percatarse del cambiazo, en caso de que alguien se hubiera tomado la
molestia de mirarlo con detenimiento, cosa que no ocurrió.
—Vengo a
recoger a mi hijo —dije, aparentando tranquilidad
—¿Cuál es su
número?
—Es este, el
ocho —dije mientras alzaba al vuelo aquel tesoro y hacía entrega del resguardo.
El niño me
sonrió complacido.
—Ven, te
compraré unas chuches.
Por un momento
temí que se pusiera a llorar, pero el niño se cogió de mi mano, sin mostrar
ningún recelo y empezó a dar saltos de alegría.
Todo ha sido
fácil, a la mañana siguiente fui al parvulario para darle de baja, cosa que
hizo feliz a la plantilla del jardín de infancia en su totalidad. Le he cortado
el pelo con mi maquinilla y nos hemos trasladado a una casa que tienen mis
padres en el Pirineo. He pedido una reducción de jornada y ahora trabajo desde
casa, lo cual me deja un montón de tiempo libre para pasarlo con el niño. Poco
a poco se ha ido adaptando a mí. Ya casi no llora e incluso empieza llamarme
papá. Yo diría que se le está olvidando su antigua casa. Cada día habla más
claro y es graciosísimo. Tengo tantas ganas de que regrese su madre.
—Ya verás la sorpresa
que te vas a llevar —le dije el otro día por teléfono—. El niño está
cambiadísimo. Ha crecido mucho y se le ha aclarado un poco el pelo, debe ser
del sol. Estoy deseando que vuelvas, Marta. Te echo tanto a faltar. Ya verás lo
felices que seremos los tres.
Inteligente, con buen ritme y divertida
ResponderEliminarJavier padre del niño Martín? Nos lo aclararás?
ResponderEliminarDivertido. Muchos jóvenes padres se sentirán identificados
ResponderEliminarMerche
Con cuatro trazos, los personajes quedan muy bien perfilados. La historia va avanzando con muy buen ritmo, atrapa desde el principio y es un placer ver cómo se van desarrollando los acontecimientos. El final tiene un punto perverso y divertido. Otro relato genial, lo he disfrutado un montón.
ResponderEliminarBuena historia!
ResponderEliminarUn relato muy duro pero que te atrapa desde el principio
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