lunes, 25 de agosto de 2014

Mírame cuando te hablo


MÍRAME CUANDO TE HABLO

—¿Me estás escuchando?
—Si… claro que te escucho.
—Javier, por favor, mírame cuando te hablo.
Aparté la vista de la pantalla. Siempre que me llama Javier, la cosa va en serio.
—¿Por qué no contestas?
—Lo estaba pensando.
—¿Y?
Sonreí. Supongo que mi sonrisa fue amplia y tranquilizadora, porque Marta se echó en mis brazos.
—¡Oh, Javi¡ ¿Esa sonrisa quiere decir que sí? Qué feliz soy, tenía tanto miedo de que no quisieras. Llevo días dándole vueltas y no sabía cómo decírtelo.
La abracé, la besé y la cagué. Ni por un momento se me ocurrió preguntar de qué hablaba, a fin de cuentas yo iba a estar de acuerdo con cualquier cosa que Marta propusiera. Lo mismo me daba que estuviera sugiriendo un viaje a la otra punta del mundo, como decorar de nuevo la cocina o cambiar de coche. Supuse que todo era cuestión de esperar. Tarde o temprano Marta repetiría su propuesta y yo tendría tiempo para adaptarme. Cualquier cosa antes que admitir que no me había enterado de nada.
—Quiero pedirte una cosa, dirás que soy rara, pero me gustaría que no volviéramos a hablar de esto. Por favor, no digas nada más —me dijo sellándome los labios con el dedo—. Quiero que no lo volvamos a nombrar hasta que llegue el momento. ¿Vale? Dejemos que las cosas vayan por sí solas.
—De acuerdo —respondí encantado. Nada me apetecía más que dejar en el olvido aquella conversación para regresar de nuevo a la pantalla del ordenador.
Siempre he oído decir que el amor es ciego, pero no es cierto, lo que es ciega es la felicidad. Yo era feliz. Mi vida, nuestra vida, era confortable como un líquido amniótico. No voy a daros la lata contando nuestros viajes, las cenas románticas o algunas intimidades. Solo quiero dejar constancia de que no deseaba nada que no tuviera y más tarde, cuando todo acabó, no podía poner los ojos en alguna foto de aquella vivienda minúscula, en algún objeto comprado en un país exótico, en una entrada de teatro, vieja y arrugada, que apareciera en el fondo de un bolsillo o en un libro que hubiéramos leído a medias, sin que se me saltaran las lágrimas. Yo creía que estábamos blindados contra ataques externos, que nuestra dicha era de piedra picada y que nada ni nadie podía a acabar con ella, pero no era así, alguien acechaba en la oscuridad del limbo esperando el momento adecuado para destrozarla.
Soy programador informático y, durante aquel tiempo que pasé en el edén, trabajaba en una empresa familiar, próspera y con futuro. A Marta nunca le vi defectos. Era, y sigue siendo, guapa, cariñosa, alegre e inteligente. Por entonces trabajaba en un hospital privado —es médico analista y está especializada en enfermedades de médula—, por lo que no tenía que soportar guardias ni horarios extremos. Nos dábamos una buena vida, sin lujos, pero concediéndonos los caprichos que nos apetecían y yo, ciego y sordo, no vi venir los nubarrones de tormenta ni mucho menos intuí el chaparrón que se avecinaba.
Quizás lo hubiera advertido si hubiera estado más atento a la cara embelesada de Marta cuando algún amigo descorchaba una botella de cava para celebrar que iba a aumentar su familia o al acudir a una clínica, cargados con un enorme peluche, para felicitar a unos nuevos papás. Unos amigos que rápidamente desaparecían de nuestra agenda, pues ya no vendrían a pasar con nosotros los fines de semana en la nieve, ni compartirían los trayectos por la selva o los chapuzones en la aguas turquesas del trópico. Aquella pareja dejaba la categoría de amigo para pasar a la de examigo, pues cuando te los volvías a encontrar ya no había nada que pudieras compartir. El mundo de los nuevos padres se convertía automáticamente en una secuencia de visitas al zoo, parques de atracciones y espectáculos de circo.
Cada vez que un bebé caía en sus brazos, Marta babeaba de gusto. Se hacía fotos con ellos y se empeñaba en que yo también los cogiera, los arrullara y alabara la hermosura de aquella criatura llorona y maloliente. No me rebelé, en ningún momento se me ocurrió aclarar las cosas para que Marta supiera que los niños nunca me habían provocado el más mínimo sentimiento de ternura. En realidad, si la obedecía, tan solo lo hacía por la satisfacción de verla contenta. Ni siquiera presentí el peligro que me acechaba cuando Marta se interesaba por las minucias de embarazos y partos. Siempre supuse que era la deformación profesional lo que la llevaba indagar sobre detalles que a mí me repugnaban profundamente y que, por pudor, habría sido mejor que la interesada los hubiera mantenido ocultos. No capté el mensaje implícito que había en todo ello y en ningún momento se me ocurrió pensar que en su cabeza se estuviera formando la descabellada idea de que entre nosotros hacía falta alguien más, alguien que tuviera poder para destruir nuestro mundo y desgraciar cada uno de los segundos que nos quedaban de vida.
Aquella extraña conversación se borró de mi memoria en cuanto regresé a la pantalla del ordenador y solo cuando Marta me llamó para cenar, me di cuenta de lo mucho que se había esforzado en preparar una cena romántica con velas, flores y todo ese rollo.
—Esta noche va a ser algo especial.
Preocupado, repasé fechas por si se me había olvidado algo. Ni santo ni cumple ni aniversario ni nada… que yo recordara.
En cuanto vi a Marta con un diminuto camisón, o negligée o como se llamen esas sedas medio transparentes, se me olvidaron las preocupaciones y aproveché la ocasión sin ningún reparo.
Aquellos arrebatos de seducción estilo Hollywood duraron un par de semanas. Marta y yo hicimos el amor todos los días y ni que decir tiene que el asunto no me preocupó hasta que una tarde, al regresar del trabajo, la encontré llorando como una magdalena.
—Me ha venido la regla —dijo llorando a moco tendido.
—¿Te preparo una infusión? —pregunté suponiendo que era víctima de uno de esos dolores abdominales de los que tanto se quejaba.
—No comprendo por qué no me he quedado embarazada.
Se me heló la sangre. ¿Embarazada? ¿Era eso lo que la había llevado a esos arrebatos de pasión? Respiré aliviado, uff. Salvado por la campana.
—Mejor, Marta, mucho mejor. Somos jóvenes y podemos esperar —dije con una sonrisa tranquilizadora mientras pensaba estrategias para posponer eternamente una idea tan descabellada.
—No te fallaré, Javi, serás padre, te lo prometo.
No hubo manera de convencerla de que no había nada más alejado de mis deseos que andar cambiando pañales. Marta, segura de que lo único que yo quería era consolarla, no creyó ni una de mis palabras y juró y perjuró que tarde o temprano tendríamos la felicidad de llenar nuestro hogar de cunas y papillas, que pasaríamos los fines de semana en el zoo, que correríamos a urgencias presos del pánico un par de veces al año, que departiríamos muchas tardes con una serie de maestros y psicólogos y que, algún día, un adolescente borracho destrozaría nuestro coche chocando contra una pared.
La naturaleza se puso de mi parte y las sesiones mensuales de lágrimas se sucedieron. También se repitieron las noches de seducción, pero tengo que admitir que me sumergía entre sus muslos con más miedo que deseo. Pasó el invierno y me fui tranquilizando, el embarazo no llegaba y, aunque Marta había perdido la alegría y la veía llorar a lágrima viva cada vez que la naturaleza le demostraba que su vientre iba a seguir siendo plano, yo me consolaba pensando que si la llevaba de vacaciones a Japón recobraría la ilusión y se olvidaría de quimeras absurdas.
La primera indicación de que Marta no se rendía llegó por medio de una médico naturista, amiga de una amiga. En cuanto la médico entró en nuestras vidas ya no pudimos volver a hacer el amor cuando nos apetecía. Dejamos de perseguirnos por la casa, arrancándonos la ropa y tirándola por el pasillo. No volvimos a acostarnos con botellas de champán en la mesilla de noche, con cuencos de chocolate y nata o helados de vainilla. No volvimos a amanecer con unos sostenes colgando de la lámpara. En nuestras vidas, el amor se convirtió en una experiencia casi mística que estaba regida por temperaturas basales, ejercicios de relajación, velas de vainilla y flores de Bach. Necesitábamos música de Mozart, era imprescindible disponer el cabecero de la cama orientado hacia el norte y en cuanto el acto reproductor acababa, tenía que coger a Marta por los pies y ponerla boca abajo durante diez segundos. Nada menos estimulante para mantener viva la pasión.
La naturaleza siguió de mi parte y Marta continuó llorando desconsolada con periodicidad matemática.
—Debemos ser lógicos, Marta —le dije una tarde en la que me pedía perdón, entre hipos, por no ser capaz de hacerme padre—. Escuchemos el mensaje que nos envía la naturaleza, es mejor que abandonemos el proyecto.
—He pedido hora al doctor Martín, de reproducción asistida, me hará una revisión completa.
En ese momento fui yo el que tuvo que reprimir las lágrimas. Reproducción asistida. ¿Qué nuevas torturas impondría el doctor Martín a nuestras, ya de por sí, tristes relaciones?
Al día siguiente Marta regresó del trabajo con una sonrisa de oreja a oreja.
—El doctor Martín me ha hecho una revisión. Estamos esperando los análisis pero dice que no ve en mí ningún motivo que me impida ser madre — dijo con voz triunfante.
Odié al doctor Martín a partir de aquel mismo momento, porque ya casi podía predecir lo que oiría a continuación.
—El doctor Martín quiere verte a ti.
Lo sabía. Ese gilipollas de doctor Martín quería reírse de mí. Pues me verás, doctor Martín, nos veremos las caras y no te atrevas a meterte conmigo, medicucho de pacotilla.
—Pero no pongas esa cara, solo quiere analizar la cantidad de espermatozoides vivos de cada eyaculación.
¿Por qué no me negué? Podría haber puesto las cartas sobre la mesa y jurar por lo más sagrado que no deseaba hijos, que lo único que deseaba era recuperar a mi mujer y volver a ser feliz como antes. Sin embargo, los hijos son tan puñeteros que te hacen la vida imposible aunque no los tengas y la única forma que se me ocurría de recuperar a Marta era tener el dichoso niño y esperar a que nuestra vida se recobrara, con heridas, pero recobrada a fin de cuentas.
En cuanto el doctor Martín y yo nos conocimos supe que el odio era mutuo. Aquel médico, embutido en la majestad de su bata blanca, pertrechado tras el escritorio y camuflado tras las gafas, me miró con una sonrisa de sorna que decía: ya verás la que te espera. A pesar de que mi único deseo era darle un puñetazo en aquella boca sonriente y babosa y dejarlo KO sobre la alfombra, me dejé observar y manosear en mis partes más íntimas, sin oponer resistencia y más tarde me encerré en el consabido cuartucho blanco para abandonarme a prácticas que me remontaron a la adolescencia. No quise abrir las asquerosas revistas amontonadas sobre la mesita, me repugnaba imaginar otras manos que se habían aventurado por entre las páginas llenas de tetas y culos. ¿Saben con qué me excité para llenar el tubo de ensayo hasta los topes? Me imaginé rompiéndole la cara al doctor Martín, desnudándolo a bofetadas y dándole por el culo hasta que se le saltaban los ojos. Eso fue lo que pensé mientras le daba al manubrio.
Fuimos juntos, Marta y yo, a recoger los resultados. Marta con una sonrisa beatífica, tomando mis manos entre las suyas y mirándome a los ojos con dulzura.
—Pónganse cómodos —dijo el doctor Martín—, sé que no va a ser agradable lo que voy a decirles, pero no teman, hoy la ciencia puede solventar las cosas.
De cómodo nada, yo estaba empezando a apretar los puños y creo que el médico lo vio, porque dejó aflorar una sonrisa maléfica.
—Esto no tiene nada que ver con su hombría Javier, tan solo se trata de que sus espermatozoides carecen de la velocidad suficiente como para alcanzar el óvulo y fecundarlo. Es un problema muy frecuente en estos tiempos. Hay estudios que lo achacan a la contaminación, otros dicen que es por una excesiva exposición al sol, también podría ser por las radiaciones a las que nos exponemos en los viajes en avión…
Ya no seguí escuchándole. ¿Quién era él para dictaminar sobre la calidad de mis espermatozoides? Anda, enséñame los tuyos, estuve a punto de decirle. Los ponemos juntos y hacemos apuestas a ver cuál corre más.
—…Inseminación artificial —fue lo siguiente que pude oír— Nuestro banco de esperma es de total confianza, nuestros donantes son jóvenes sanos y la donación es totalmente anónima.
Marta salió de la consulta exudando satisfacción. Se tomó el día libre y me llevó a comer en un buen restaurante. Durante la comida intenté disimular la angustia que sentía, no porque me sintiera humillado, sino porque estaba seguro de que el donante joven, sano y anónimo tendría éxito.
Acompañé a Marta el día de la inseminación. El doctor Martín me preguntó si deseaba estar presente y le dije que sí. No es que me apeteciera, pero temía que si no iba, Marta se ofendiera. Le cogí la mano mientras alguien andaba hurgando en sus intimidades para realizar una función que me hubiera correspondido a mí, pero que, llegado a aquel punto, ya casi prefería que lo hiciera otro.
El doctor Martín me miró con una sonrisa aviesa y desapareció tras un biombo. Me lo puedo imaginar en una cámara llena de una neblina blanca, leyendo las etiquetas de los tubos de ensayo y echando mano de uno con una calavera y dos tibias cruzadas, para alertar de que se trataba del esperma de un tarado, un caso patológico que debían mantener apartado para hacer estudios sobre la perversión congénita.
Durante el embarazo nuestras relaciones no mejoraron: desaparecieron. Marta se dedicó a pasear su tripita, bañar su tripita, poner crema hidratante a su tripita, fotografiar su tripita, acariciar su tripita y yo quedé relegado al tercer lugar. Es duro pasar del primero de la casa a ser el tercero: primero el bebé y segundo la madre. Yo parecía haber cumplido ya con mis funciones, aunque en realidad no había cumplido con ninguna de ellas, por eso me veía obligado a hacer méritos todos los días. Si ese que deformaba el cuerpo de mi mujer era mi hijo, lo había decidido una cuestión de suerte, una especie de sorteo especial sin niños de San Ildefonso. El doctor Martín habría podido coger cualquier otro tubo de ensayo, pero… fue aquel. Alea jacta est.
Tengo que admitir que a pesar de todo, durante los nueve meses que duró la espera, desarrollé al fin algo parecido a la ilusión. Tanto me habló Marta de nuestro hijo que empecé a esperarlo con una cierta alegría. Supuse que en cuanto lo viera se me despertarían los mismos sentimientos de ternura que había visto en mis amigos, ¿o ellos también fingían?
Le hicieron cesárea, así que no pude estar a su lado, cogerle la mano durante el parto y aunar nuestras lágrimas de emoción cuando depositaran sobre la madre al manojo de carne sangrante al que debía admirar como lo más hermoso del mundo. Simulé ser un buen padre, anduve y desanduve el pasillo, salí al patio a fumar y esperé, bastante nervioso hasta que una enfermera me anunció que, muy lejos de acabar, nuestros problemas habían empezado.
Cuando vi a mi hijo por primera vez, la madre ya estaba en la habitación, pálida y ojerosa, pero con una sonrisa de triunfo y tengo que decir, aunque nadie me crea, que tuve la sensación de que el niño se parecía sospechosamente al doctor Martín ¿Sería su repugnante semen el que había fecundado a mi amada? Nunca lo sabré, aunque no me extrañaría.
Decían que el bebé sonreía cada vez que yo me acercaba a la cuna, creo que no sonreía, creo que se carcajeaba mientras tramaba torturas. Parece como si un niño tan pequeño no tuviera herramientas para martirizar a sus padres ¿verdad? Pues las tiene, y muchas.
Empezó a llorar desde el mismo momento en que llegamos a casa. Nada. Nada era capaz de calmarle, ni el color relajante de las paredes, ni la música de Mozart, ni el DVD con el corazón de su madre, no había nada que le hiciera callar. Berreaba día y noche. Cuando algunas veces parecía calmarse, tan solo estaba esperando pacientemente a que empezáramos a dormir para poner de nuevo en marcha la sirena.
Pero no se trataba tan solo del llanto, no era cuestión de esperar a que sus biorritmos se adaptaran, la verdad es que aquel era un niño perverso, diabólico, como el del exorcista. Me ha costado decirlo, nunca antes me había atrevido, pero ya que estoy sincerándome no voy a dejar ni una palabra escondida en el fondo de mi alma, diré lo que pienso a pesar de que mi conciencia se resienta por ello: odiaba a aquel niño.
 Visitamos médicos pediatras que después de electroencefalogramas y análisis nos anunciaron que teníamos la fortuna de ser padres de un niño totalmente sano, que si lloraba, no comía, vomitaba, tenía diarreas o estreñimiento era solo por el placer de fastidiar a sus padres.
Durante el permiso de maternidad, Marta se armó de paciencia, hizo lo posible por mantener una artificial atmósfera de alegría pero yo la veía cada día más desmejorada, con los nervios a flor de piel y unas ojeras moradas bajo los ojos. Yo intentaba ayudar acunando al niño hasta que parecía dormirse y entonces me deslizaba en la cama con sumo cuidado, pero el muy sinvergüenza me estaba vigilando y no hacía más que rozar la almohada con la cabeza, cuando empezaba a chillar de nuevo, como si fuera una ambulancia en servicio de urgencia.
Nuestros amigos empezaron a evitarnos, el niño no mejoraba con el paso del tiempo, sino que muy al contrario. Conforme iba creciendo, las herramientas que tenía a su alcance eran mayores y más mortíferas. Cuando Marta regresó al trabajo, la cosa empeoró. Ningún canguro quiso hacerse cargo del pequeño monstruito. Contratáramos a quien contratáramos, tanto si era una centroamericana a la que engatusábamos con la promesa de papeles, seguro y permiso de residencia, como si era una marroquí desesperada, o una autóctona, nadie soportaba a aquel energúmeno. Al fin, tras mucho discutir, Marta cogió una excedencia hasta que el niño fuera a la guardería. Ahí empezó otro calvario. A los dos días de asistir al jardín de infancia, nos llamaron para darnos los tan temidos consejos educativos. Fue inútil. El siguiente paso lo dimos consultando a un psicólogo tras otro, y mientras unos nos aconsejaban mano dura y unas normas rígidas, otros nos hablaban de la necesidad de rodear al niño de una atmósfera de calidez y esperar a que madurase como si fuera una pera.
Tras algunas tentativas, los padres de los otros niños dejaron de invitar a nuestro hijo a las fiestas de cumpleaños, ya que con el tiempo desarrolló una fuerza con la que machacaba la cabeza de cualquiera que se interpusiera en su camino, se liaba a patadas con los muebles y mordía a cuantos se acercaban para sujetarle.
En casa la tensión fue en aumento hasta hacerse insoportable y un día, después de recibir todo tipo de improperios y acusaciones por el mal comportamiento del niño, Marta me echó a la calle y pidió el divorcio.
Me trasladé a un piso pequeño y oscuro, dejé de viajar, porque la mayor parte de mis ingresos se la llevaba la pensión que le pasaba a Marta y me dediqué a pasear y leer, fin de semana sí y fin de semana no, porque cuando me tocaba niño, aquellos dos días los pasaba en pie de guerra, esperando con ansia que llegara el momento en el que pudiera entregarlo de nuevo a su madre.
Lo que más me dolía era ver a Marta cada día más flaca, con los ojos hundidos, triste y encorvada. Yo seguía queriéndola, sabía que detrás de toda aquella tristeza estaba Marta. Mi Marta. La Marta que yo añoraba y que aquel cabrito me había robado.
El día en que nuestro hijo cumplió los dos años fui a casa para compartir el pastel y llevarle un regalo. Marta abrió la puerta, depositó dos castos besos en mi mejilla y me hizo pasar al salón con una alegría renovada.
—Me voy seis meses a Nueva York. Me han ofrecido una beca para un curso de especialización en un hospital.
Me quedé de piedra. ¿Se llevaría al energúmeno?
—Tendrás que hacerte cargo del niño durante este tiempo, si quieres puedes trasladarte aquí, la casa es más grande, te dejo la asistenta, teléfonos para que contrates canguros y te llamaré todos los días.
¿Seis meses con el niño? Día y noche. ¿Seis meses entre los que se incluía las vacaciones de semana santa y el final de curso? Seis meses… No lo podía creer.
—Me voy dentro de diez días, tengo todo preparado y no hay vuelta atrás —dijo Marta antes de que pudiera abrir la boca para protestar—. Comprenderás que para mi carrera es una gran oportunidad y seis meses no es nada.
Aquellos diez días pasaron a una velocidad increíble, apenas si tuve tiempo de trasladar mis cuatro trastos a mi antiguo hogar y despedir a Marta, que salió apresuradamente por la puerta arrastrando con ella dos maletas y sonriendo con evidente alivio. Me quedé sentado en el sofá, el niño se sentó en una banqueta frente a mí, mirándome con una mueca aviesa.
Acabamos la semana como pudimos. Marta llamó desde Nueva York y se me saltaron las lágrimas cuando oí su voz alegre y cantarina, como la de unos años atrás. Le pasé el teléfono al niño que se puso a dar berridos en el auricular hasta que su madre colgó.
Me sentía hundido, no tuve ánimos ni para protestar cuando vi al niño pintando los cojines blancos del sofá. Hice un intento de arrebatarle los rotuladores, pero se puso a gritar y volví a dárselos. Me quedé viendo como espachurraba los rotuladores sobre la tela, una seda salvaje que Marta y yo habíamos comprado con tanta ilusión. Me puse en pie de un golpe y sujeté sus manos con una fuerza excesiva. El niño pareció asustarse, pero pronto recuperó la voz y empezó a chillar de nuevo. No podía más. Si aquel energúmeno no podía vivir en una casa decorada con cierto gusto, estaba dispuesto a guardar los muebles en un guardamuebles y comprar mesas y sillas de plástico. 
Sin hacer caso de los berridos, le puse la chaqueta y lo arrastré hasta el coche. Con la música a tope conduje hasta la puerta de IKEA y para cuando llegué, tanto él como yo estábamos histéricos. Ni en broma me metía yo en aquella tienda llena de objetos frágiles con el niño de la mano, así que me dirigí directamente a la guardería. Sabía que no estaría mucho tiempo allí, antes de que hubiera acabado las compras ya me estarían llamando por megafonía para que regresara a recogerlo, porque se estaba cargando a todo bicho viviente.
Debía de ser un día de ofertas, porque una aglomeración de padres, madres, abuelos y canguros, llevando de la mano angelitos más o menos alborotadores, atestaba la puerta. Temía que me dijeran que el cupo estaba completo y no podían quedarse con mi retoño, así que me colé y, atropellando a todos, empujé al niño hacia el interior de aquel cubículo lleno de toboganes y bolas de plástico, donde una joven muy amable le colgó al cuello un cartel de plástico con un número tres. Era tal la confusión que ni siquiera se acordó de pedirme el carnet de identidad y, con la ilusión de disponer de algún tiempo para mí, me alejé de aquel griterío.
No había dado más que unos pasos, cuando vi la figura inconfundible del doctor Martín. También él llevaba a su hijo de la mano. Debía de tener más o menos la edad del mío, pero solamente con verle te dabas cuenta de que aquel era un tesoro. El niño se mantenía junto a su padre, esperando a que éste le diera permiso para entrar, le dio un beso en la mejilla y le dijo adiós con la manita mientras se adentraba en la guardería y empezaba a jugar con una niña; nada que ver con el mío, que acababa de entrar y ya estaba atizando con las bolas a cuantos se ponían a tiro.
—Jodío —me dije—, te has quedado el bueno y me has endilgado al otro. ¿Será posible?
El doctor Martín ni siquiera me vio, pasó por mi lado sin reconocerme y desapareció por los pasillos de la tienda. Me senté en una silla de terraza de un expositor y estuve mirando los niños. El mío se ensañaba con un chavalin mucho más pequeño que él, mientras el del doctor Martín montaba un castillo con unas piezas de espuma.
No podía apartarme de allí, la imagen del doctor Martín y su idílica estampa familiar me perseguía. Ni siquiera era capaz de estar sentado, los ojos se me iban detrás de aquella preciosidad: pelo oscuro y liso, ojos castaños, cara redonda… ciertamente, los dos niños se parecían mucho.
Observé cómo se balanceaba el cartel con el número tres que mi hijo llevaba colgado del cuello. El hijo del doctor Martín llevaba un ocho. Parece que haya dejado el paraguas a la entrada del teatro, me dije, qué cutres. Llevaba en el bolsillo un rotulador negro y convertí el tres del resguardo en un ocho perfecto. Nadie hubiera sido capaz de percatarse del cambiazo, en caso de que alguien se hubiera tomado la molestia de mirarlo con detenimiento, cosa que no ocurrió.
—Vengo a recoger a mi hijo —dije, aparentando tranquilidad
—¿Cuál es su número?
—Es este, el ocho —dije mientras alzaba al vuelo aquel tesoro y hacía entrega del resguardo.
El niño me sonrió complacido.
—Ven, te compraré unas chuches.
Por un momento temí que se pusiera a llorar, pero el niño se cogió de mi mano, sin mostrar ningún recelo y empezó a dar saltos de alegría.
Todo ha sido fácil, a la mañana siguiente fui al parvulario para darle de baja, cosa que hizo feliz a la plantilla del jardín de infancia en su totalidad. Le he cortado el pelo con mi maquinilla y nos hemos trasladado a una casa que tienen mis padres en el Pirineo. He pedido una reducción de jornada y ahora trabajo desde casa, lo cual me deja un montón de tiempo libre para pasarlo con el niño. Poco a poco se ha ido adaptando a mí. Ya casi no llora e incluso empieza llamarme papá. Yo diría que se le está olvidando su antigua casa. Cada día habla más claro y es graciosísimo. Tengo tantas ganas de que regrese su madre.
—Ya verás la sorpresa que te vas a llevar —le dije el otro día por teléfono—. El niño está cambiadísimo. Ha crecido mucho y se le ha aclarado un poco el pelo, debe ser del sol. Estoy deseando que vuelvas, Marta. Te echo tanto a faltar. Ya verás lo felices que seremos los tres.





6 comentarios:

  1. Inteligente, con buen ritme y divertida

    ResponderEliminar
  2. Javier padre del niño Martín? Nos lo aclararás?

    ResponderEliminar
  3. Divertido. Muchos jóvenes padres se sentirán identificados
    Merche

    ResponderEliminar
  4. Con cuatro trazos, los personajes quedan muy bien perfilados. La historia va avanzando con muy buen ritmo, atrapa desde el principio y es un placer ver cómo se van desarrollando los acontecimientos. El final tiene un punto perverso y divertido. Otro relato genial, lo he disfrutado un montón.

    ResponderEliminar
  5. Un relato muy duro pero que te atrapa desde el principio

    ResponderEliminar