lunes, 25 de agosto de 2014

No te cases con un hombre guapo

NO TE CASES CON UN HOMBRE GUAPO

A la atención de Cristina Ros, abogada.
Cristina, no creo que me recuerdes. Nos conocimos en casa de Marita, la hermana de tu madre, y me impresionaste. Después de la conversación que mantuvimos sobre  las dificultades jurídicas en casos de divorcio, llegué a la conclusión de que eres una profesional magnífica y ese es el motivo por el que te he escogido para defender mi caso.
Espero que no te moleste el tuteo y que tampoco te desagrade el hecho de que te escriba para ponerte al corriente de las particularidades de mi situación. Si aceptas representarme ya hablaremos largo y tendido para que puedas preparar las estrategias de la defensa, pero antes deseo explicarte, con tranquilidad y sin interrupciones, las causas de la ruptura de mi matrimonio.
¿Eres soltera? Creo recordar que el año pasado, cuando asistimos a aquella cena en casa de Marita, aún lo eras. Si lo sigues siendo, espero que aceptes un consejo: no te cases con un hombre guapo. Porque mi marido lo es, es guapo de verdad, guapo de los que llaman la atención, un hombre de esos que no puede quitarse de encima las miradas codiciosas de las mujeres de todas las edades y las miradas envidiosas de los hombres. No es que yo esté mal. No. Ni mucho menos, pero a su lado: nada. Cuando digo guapo, no quiero decir que sea un chulo de feria, de esos que andan pavoneándose por la playa y luciendo musculitos, no, nada de eso. Tiene una mirada inocente, casi desvalida, que provoca en las mujeres unos grandes deseos de mimo y protección. Él sabe que es guapo, pero anda por el mundo como si no lo supiera, no es petulante, no hace chulerías, no va de graciosillo… Te pondré un ejemplo: ir a comprar ropa con él, eso es para coger una depre de caballo. Entras en una tienda para mirar una blusita y cuando sales del probador te encuentras a la dependienta sacando corbatas, americanas y camisas. De pronto, te das cuenta de que ya no es una dependienta, son tres las que andan encandiladas, apretando el culo y sacando de las estanterías los azules que van a juego con sus ojos, los tostados que combinan con su piel y los negros que realzan el color de su pelo. Él se prueba una americana, se mira en el espejo y con una sonrisa inocente pregunta ¿Qué tal me sienta esta? Y ves que la dependienta se está meando en las bragas de gusto. Ir a un restaurante, viene a ser lo mismo; como maîtres y sommeliers sean mujeres… ya la tienes montada, no hace falta mirar la carta ¿para qué? Si a nadie le importa lo que vayas a tomar. Ese es el motivo de que te escriba: en cuanto lo conozcas, quedarás prendada y ya no escucharás ni una de mis palabras.
Imagino que en estos momentos estás pensando que es un simple caso de infidelidad. Pues no. Es un caso de infidelidad, pero de simple no tiene nada. Mi marido me engaña, sí, lo sé, me engaña y yo también le engaño a él. Pero, vamos a ver ¿quién quiere comer caviar y foie cada día? ¿No te apetece de vez en cuando una verdurita hervida? Para mí, pegarme un revolcón con un hombre que tenga algo de tripita, que tienda a la alopecia y que esté dispuesto a admirar mis encantos, qué quieres que te diga, me gusta. Además, piénsalo bien, ¿no me pago una asistenta para que me limpie la casa? ¿No pago un jardinero para que me arregle las cuatro plantas que tengo en la terraza? ¿No pago un entrenador personal en el gimnasio? Pues también pago una fulana para que se cepille a mi marido. Así, entre nosotras, supongo que estarás de acuerdo en que los hombres son pesados como ellos solos, siempre andan buscándote las cosquillas en el peor momento y se ponen de latosos que no hay manera de quitártelos de encima, por eso digo que lo mejor es tener un marido que ligue con alguna zorrona, pero sin llegar a ponerle piso, para entendernos. Además, mi marido ¿o debería decir mi ex? Ay, que penita me da separarme, de verdad. Pues mi marido, como es tan bueno y tan inocentón, se cree que no me entero y vuelve a casa diciendo que está muy cansado, que tiene dolor de cabeza y, como se siente culpable, me trae un regalito. Ya ves, como si yo no supiera que viene de tirarse a la secretaria o alguna clienta de esas que le compran coches de lujo solo por ver sus caídas de ojos.
Todo iba bien, hasta que se estropeó. La culpa fue mía, me equivoqué y ahora tengo que pagarlo. No fui capaz de prever lo que iba a ocurrir y “tomar medidas” como dicen los políticos.
No tenía nada planeado, la primera vez se me ocurrió de pronto, fue una tentación a la que no pude resistirme. Era martes y los martes juego a bridge en el club. Mi pareja era Mimé, que juega arriesgando al máximo; cumplió una subasta difícil y les metimos un cero a un par de inútiles marrulleras. Mimé sonrió. No sé si era una sonrisa de satisfacción o llevaba ya un sentido oculto. Se levantó de la mesa, cogió su bolso, un birkin impresionante, y salió a la terraza para fumar. Me levanté y salí detrás, del bolso, acepté un cigarrillo y me senté frente a ella. Mimé es viuda y su difunto le dejó más dinero del que yo he visto en mi vida. La vi cerrar los ojos y exhalar un largo suspiro mientras de sus labios entreabiertos salía un chorro de humo. Mimé, al sentarse, siempre se arremanga la falda para lucir el principio de un muslo bronceado y prieto. No está mal, pensé, mientras encendía mi cigarro.
—Tu marido es guapísimo —dijo en un susurro—. ¿De dónde lo has sacado?
Me sentí halagada. Por primera vez yo poseía algo que Mimé deseaba.
—Nos conocimos en la universidad —respondí dándomelas de intelectual. Es verdad que nos conocimos en la facultad, pero ni él ni yo acabamos la carrera. Él porque no aprobaba ni las marías y yo porque bastante trabajo tenía en cuidar que nadie se lo llevara al huerto. Por entonces aún no sabía que no corría ningún peligro. El niño bonito se iba a casar conmigo, porque buscaba una mujer que no lo eclipsara y que además tuviera la suficiente manga ancha como para no andar controlándole la vida.
Mimé dio una fuerte calada al cigarro, se levantó las gafas de sol y me miró fijamente a los ojos.
—Además es un tipazo —dijo al tiempo que ladeaba la cabeza y sonreía.
Desde mi asiento podía oler las feromonas. Mimé daría cualquier cosa por un revolcón con mi amorcito. Aparté mis ojos de su codiciosa mirada y deposité la mía, no menos codiciosa, en el birkin. Mimé es una mujer inteligente y leyó mi pensamiento. Sin decir una palabra puso el bolso boca abajo, sacó el contenido de cada uno de los compartimentos y me lo tendió al tiempo que preguntaba ¿Cuándo?
—Ven mañana a comer —dije, mientras cambiaba mis cosas de bolso.
—A la una y media estaré allí.
Tan nerviosa estaba que el resto de la partida no acerté ni una. No quise quedarme como otros martes a tomar una copa, cogí el coche y me fui a casa.
—Cariño, mañana viene Mimé a comer.
—Mmmmm —respondió mi marido desde el sofá.

—Mimé es mi compi de bridge, una mujer guapísima —dije, intentando vender la mercancía.
—Sí, ya sé quién es Mimé, y me alegro de que venga mañana, porque yo comeré fuera.
—No me hagas eso —dije, casi aguantando las lágrimas—. Mimé tiene tantas ganas de verte…
—Mi marido dejó el periódico y me miró sorprendido. No estaba acostumbrado a verme angustiada simplemente porque se iba a comer por ahí y yo comprendí que acababa de meter la pata.
—Es que Mimé está interesada en comprar un coche —le dije, intentando defender mi birkin.
—Mmmmm, bien, en ese caso intentaré arreglarlo para venir a comer.
Preparé un menú de fiesta romántica, di permiso a la chica, puse mantel de hilo, cambié las sábanas y las toallas, perfumé el baño y compré flores frescas. No me atreví a apagar la luz y poner velitas por miedo  que se me viera el plumero.
Fueron puntuales. Mimé llevaba las pinturas de guerra y mi marido apareció con una americana de tweed que le sienta de maravilla y un pantalón ajustadito que yo le había planchado el día anterior, uno que le marca su maravilloso culito.
Durante la comida, Mimé habló poco, no repitió de ningún plato y fumó bastante. Serví el café en la salita, puse un disco y me disculpé por no quedarme con ellos, pues tenía hora en la peluquería.
Toda la tarde anduve nerviosa, dando vueltas hasta que empezaron a dolerme los pies y hacia eso de las nueve regresé a casa. Me reprimí para no preguntar ¿Qué tal ha ido? ¿Ha quedado contenta? Sin embargo, algo me decía que sí,  que el birkin era mío al fin. Él estaba en el sillón, leyendo el periódico con cara de inocente, se deshizo en excusas por no haberme recogido la cocina (lo cual me daba una idea aproximada de cuán culpable se sentía. Nunca me recogía la cocina y era la primera vez que se disculpaba por ello). Entré en el baño y noté las toallas húmedas, la cama estaba impecable, eso me preocupó algo más, ya que si se habían liado en el sofá tendría que vigilar la tapicería, un chinz blanco que me había costado un ojo de la cara. Me dije que, la próxima vez que invitara una amiga a comer, cubriría al sofá con una colcha, en previsión de arrebatos pasionales tan intensos que no permitieran el trayecto del salón a la cama.
Cuando el martes volví a ver a Mimé no me dijo nada, se limitó a sonreír con una mirada cómplice, pero en seguida supe que se había ido de la lengua. Al salir del club mi coche no arrancó y tuve que aceptar el ofrecimiento de Lola para llevarme a casa. Lola tiene una tienda de ropa en la zona alta, una tienda de esas que no te atreves ni a mirar el escaparate. Cuando paso por delante vuelvo la cabeza para no ver, pero veo y me siento desgraciada; una vez has visto uno de sus vestidos ya no te gusta ningún otro.
—El otro día invitaste a Mimé a comer en tu casa —dijo Lola con una sonrisa.
No abrí la boca, tenía el pensamiento perdido por entre las estanterías de su tienda.
—Ven a verme, he recibido la nueva colección de primavera.
Sabía que estaba jugando con fuego, pero si tú vieras lo que hay en aquella tienda me comprenderías. Además, mi marido me la iba a pegar igual ¿qué podía haber de malo en que yo sacara algún provecho de ello? Quedamos para el jueves.
Lo monté más o menos igual. Los jueves mi marido sale antes del trabajo porque va a jugar a squash. Cuando llegó a comer llevaba un chándal rojo, iba recién duchado, pero sin afeitar y tenía el aspecto de un caradura encantador. Lola quedó encandilada desde el principio y la vi tan nerviosa que me fui sin tomar el postre, temía que se lo comiera a besos antes de que yo saliera por la puerta.
No tardaron en enterarse Helena, Inés, Mary y no sé cuantas más. El procedimiento era siempre el mismo, con ligeras variaciones, a veces eran comidas, otras cenas, incluso una vez, cuando Mary me decoró la cocina, me la llevé de fin de semana; un fin de semana que pasé con una jaqueca tan fuerte que me impidió salir a navegar y mientras ellos se daban unos buenos revolcones en el velero yo me encerré en la habitación para escoger el color de las baldosas.
El problema con los negocios es que al final se convierten en rutina y te relajas. Nunca debí invitar a Julia.
Julia está casada con un cirujano plástico que debe ensayar con ella, porque lleva más silicona en el cuerpo que productos naturales. Los encantos de Julia no se han marchitado con los años: han desaparecido. Algunas veces no puedo por menos que imaginármela tendida en la mesa de la cocina, mientras su marido, con un albornoz a modo de bata quirúrgica, empuña con una mano el bisturí y con la otra sostiene el café con leche del desayuno. Ya hacía tiempo que me apetecía que alguien me levantara los párpados y cuando Julia me ofreció la intervención a cambio de encamarse con mi santo y sacrificado marido, no valoré los riesgos y me dejé encandilar por las promesas de una mirada más alegre.
Al parecer, mi marido ya se había acostumbrado a la compañía de mis amigas y no daba muestras de recelar de mis ausencias. Tan solo una vez, recuerdo que me preguntó si no me preocupaba dejarle solo con mujeres.
—No —respondí—. Confío plenamente en ti, sé que nunca me traicionarías.
Con eso pareció contentarse, mira tú si es bueno.
El día que invité a Julia, mi marido estaba radiante, yo diría que estaba más guapo que nunca. Cuando le presenté a la Barbie operadita se limitó a darle la mano con cortesía y se mantuvo callado durante toda la comida. Les preparé el café y me fui al cine sin sospechar la tormenta que se estaba desatando en mi casa. Me lo contó más tarde Mimé. Lo explicaba riendo a carcajadas, mientras mi vida se echaba a perder.
Por lo visto, en cuanto me fui, Julia se lanzó a la batalla, pero él, que es tonto, pero no tanto, no estuvo dispuesto a liarse con aquella muñeca de silicona, que en cuanto levanta los brazos se le ven las cicatrices, lleva una especie de rejilla bajo los pechos y tiene implantes en el vello púbico. Yo diría que mi marido no llegó a admirar todos sus encantos, porque en cuanto Julia se quedó en sostenes y liguero, le rogó que se cubriera. Fue entonces cuando Julia exclamó:
—Pues no pienso pagar a tu mujer.
Me lo imagino. Pobrecillo. Menudo disgusto debió de llevarse. Qué golpe para su autoestima. Él que se creía que ligaba sin ayudas.
Ahora me ha denunciado, he recibido la citación para el juzgado acusada de proxenetismo y negocio ilícito. ¿Acaso le obligué yo a tirarse a mis amigas? ¿Le puse unas esposas, lo até a la cabecera de la cama y lo tuve a pan y agua hasta que accedió a prostituirse? ¿Voy a sentarme en el banquillo de los acusados como los ucranianos, que engañan a menores haciéndoles creer que tienen para ellas un contrato de trabajo y después las desperdigan por las carreteras en ropa interior? ¿Ha recibido golpes? ¿Amenazas?
Mira, Cristina, si tenemos la suerte de que el juez sea mujer, yo creo que tenemos el caso ganado. Estoy dispuesta a enseñar al jurado el birkin, los vestidos, el collar, las fotos de la cocina, las fotos del crucero y es más, di a la juez que si me declaran inocente y consigo que me perdone está invitada a comer en casa siempre que quiera.
Atentamente: Rosa Aldrich.



6 comentarios:

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  2. Muy original. Y estoy de acuerdo con lo de los hombres guapos: ¡¡son terribles!! Mi hermano es guapo, pero guapo-guapo, y es deprimente hacer cualquier cosa con él: las mujeres aparecen de no se sabe dónde, revolotean a su lado, se muestran super-simpáticas, solícitas, con esa sonrisa que dice "estoy disponible para ti, guapo". Y mientras, ay, yo soy invisible. Supongo que estar casada con un hombre guapo debe ser tanto o más terrible. Aunque, quién sabe, quizá estar casada con un hombre feo, pero feo-feo, sea mucho peor, jajaja!!

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  3. Mercedes, he eliminado tu comentario porque estaba repetido

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  4. Carme, me he reído mucho con este relato. Creo que es "la joya de la corona". Saludos.

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