MANJARES EXQUISITOS
Jamás he estado tan unida a nadie como a mi tío Daniel. Es tal la intimidad
a la que hemos llegado que más de una vez me miro en el espejo y me pregunto si
lo que veo me pertenece o no es más que el reflejo de mi tío. Aunque lo cierto
es que tan solo lo he visto dos veces. De la primera guardo un recuerdo brumoso
y la segunda ni siquiera lo reconocí y, lo más curioso, tan grande había sido
el cambio que se había producido en su aspecto, que mi madre, que lloraba y
suspiraba pensando en su hermano, día sí y día también, se confundió y ni
siquiera fue capaz de darle el trato que le correspondía.
Aunque en casa se hablaba poco de tío Daniel, yo conocía su existencia. Se
pierde en la nebulosa de los recuerdos infantiles, lo mucho que lloraba mi
madre y chillaba mi padre cada vez que su nombre salía de los labios de alguno
de mis progenitores.
—Los rojos no tienen derecho a la vida —decía mi padre—. Hemos sufrido
mucho, hemos padecido hambre y miseria hasta limpiar el mundo de ese hatajo de
asesinos.
—Tranquilo, Avelino —decía mi madre—, no te alteres. El corazón, recuerda
lo que te dijo el médico.
En cuanto mi padre se ponía a gritar, mi madre le recordaba que su corazón
no aguantaba disgustos y yo me parapetaba detrás del sofá, pues estaba segura
de que el corazón de mi padre estallaría de un momento a otro y ya imaginaba la
sangre chorreando por las paredes.
—Si fui voluntario a Rusia, fue para acabar con la inmundicia roja.
—Calla por Dios, la niña —advertía mi madre, mirándome como si deseara que
yo desapareciera.
—Ya va siendo hora de que la niña se entere de quién es su padre. Un hombre
de verdad, un valiente que no tembló cuando se inscribió en la División Azul
para perseguir a los enemigos de la libertad en su propia guarida.
Por entonces para mí el mundo se dividía en buenos y malos. Los buenos
éramos nosotros, capitaneados por el valiente de mi padre; los malos eran los
rojos, que vivían en Rusia, donde habían asesinado a los curas, quemado las
iglesias y torturado mujeres y niños. Sin embargo, no logro explicarme por qué,
no acababa de sentir el orgullo que debiera, quizás fuera porque mi padre era
el primero que se ponía rojo como un tomate cada vez que hablaba de la cruzada
por la justicia y la libertad, o quizás porque mi madre defendía a su hermano y
lloraba como una Magdalena.
—Pero, Avelino, si mi hermano no tenía más de ocho años cuando terminó la
guerra ¿cómo quieres que fuera un asesino?
—Tu hermano es un ingrato que no tiene derecho a la vida. Demasiada
paciencia gasta nuestro Generalísimo con gentuza como él. Maldita la hora en
que lo recomendé al director del ABC. “un periodista joven y adicto al
régimen”, le dije. Menuda vergüenza pasé cuando tu hermanito escribió aquel
artículo sobre la demostración sindical. Un idiota, un payaso, eso es lo que
es. Si hasta los perros lamen la mano que les da de comer.
—Es joven, Avelino, ya cambiará, dale tiempo.
—¿Tiempo? En un campo de concentración lo metería yo hasta que se
arrepintiera de lo que ha dicho y del daño que ha hecho a mi carrera.
Sinvergüenza. Yo que he ido…
Y dale, de nuevo con la División azul y la lucha contra los rojos y el
descontrol que había en tiempos de la república y el hambre que pasó antes de
la guerra y el hambre que pasó durante la guerra y el hambre que pasó en el
viaje a Rusia y el hambre que pasó en Rusia… Porque mi padre siempre hablaba de
comida. No quiero decir con eso que fuera un sibarita, no, que va, mi padre era
de judías con chorizo, pero eso sí, un buen plato. Sin embargo, yo era de poco
comer, era tan melindrosa y lenta que le sacaba de quicio y lograba que perdiera
la paciencia.
—¿Qué la niña no quiere lentejas? Pues guárdaselas para la cena y que no
coma nada hasta que rebañe el plato. Si hubiera vivido la guerra…
Y a vueltas con el tema. No le oí hablar más que de la División Azul y de
comida hasta el día en que entre mi tío Daniel y yo lo enviamos al otro mundo,
pero de eso ya hablaré más tarde.
No había cumplido aún los seis años la noche en que mis padres discutieron
como nunca lo habían hecho. El motivo fue como siempre el tío Daniel. En cuanto
mi padre empezó a vociferar me encerré en la habitación, temía que en cualquier
momento su corazón estallara y me quité de en medio. Los gritos de mi padre
retumbaron en las paredes y a pesar de taparme la cabeza con la almohada y
ponerme unos calcetines en las orejas, me asusté. No sabía qué partido tomar,
la angustia que sentía me produjo dolor de estómago y para colmo me empezaron a
brotar las lágrimas sin que pudiera hacer nada por contenerlas. Estuve contando
de dos en dos para distraerme, sin embargo me enteré de que mi tío Daniel se
iba muy lejos, a las Américas, dijo mi padre. Yo por entonces no sabía dónde
quedaba eso, aunque sí sabía que un océano grande, oscuro y peligroso estaba de
por medio.
Me quedé dormida sin llegar a comprender lo que ocurría y me sorprendí
cuando me despertó mi madre con la noticia de que no iría al colegio. No
pregunté, pero supe que algo importante estaba ocurriendo, y más al ver que me
ponía el vestido de los domingos, el gorrito marinero y los guantes blancos.
Sin darme más explicaciones, me cogió de la mano y bajamos andando hasta el
puerto.
Cuando recuerdo aquella mañana, me parece extraño que mi madre se
arriesgara a llevar consigo una niña, que tarde o temprano se podía ir de la
lengua, en lugar de ir sola a despedir a su hermano. La única explicación que
le encuentro a esta decisión tan arriesgada es que no le debió de parecer
decoroso que una mujer joven bajara sola por el paseo del puerto a unas horas
en que las calles estaban tan solo ocupadas por los últimos borrachos,
marineros y mujerzuelas que aún no se habían recogido, y llevar de la mano una
niña salvaba su buen nombre.
–Vamos a despedir a tu tío Daniel —dijo mi madre con una voz que no
reconocí, me pareció extraña, quizás debido a la emoción o al frío intenso.
El cielo estaba encapotado y, mientras caminaba, intentaba golpear los
charcos con los pies para salpicar a cada paso un agua gris y helada, producto
de la lluvia nocturna o de las mangueras de riego, que barrían hojas podridas,
barro y ve a saber qué porquerías.
Empecé a tiritar en cuanto llegamos al puerto, no solo por culpa del frío
sino también por el miedo que me producía conocer a un rojo, asesino de niños.
En cuanto mi madre distinguió a su hermano entre el gentío que esperaba
para embarcar, lo estrechó entre sus brazos mientras yo cerraba los ojos y me
escondía tras sus faldas, esperando que el tío Daniel no se percatara de mi
existencia.
—María ¿no le das un beso a tu tío?
—No —respondí, mientras me escudaba aún más tras mi madre.
—Ven aquí, muchacha —dijo el tío Daniel cogiéndome en brazos.
Aterrada abrí los ojos y me llevé la impresión mayor de mi vida: el tío
Daniel no era rojo, tenía el pelo oscuro y la cara muy pálida, como si
estuviera enfermo. Sin embargo, lo mucho que mi padre había despotricado de él,
me obligó a apartarme al momento y limpiarme los rastros del beso con la manga.
Aunque no volví a mirarlo, me quedó grabada la imagen de un hombre muy viejo.
Sé que no lo era, pero por entonces para mí todo el que tuviera más de quince
años era un anciano. También me pareció alto, aunque tampoco puedo asegurarlo,
pues todos, excepto mis compañeras del colegio, me parecían enormes.
El tío Daniel y mamá estuvieron hablando hasta que las sirenas del barco
provocaron la alarma general. Lágrimas, gritos y abrazos se desataron por todo
el malecón y mamá empezó a forcejear para que tío Daniel cogiera un fajo de
billetes que sacó de su bolso. Tras mucho discutir, logró metérselos en el
bolsillo de la gabardina y se quedó diciendo adiós con la mano a la figura que
se alejaba en dirección a la pasarela. Aquella fue la imagen que quedó grabada
en mi memoria, el tío Daniel alejándose con una enorme maleta desvencijada y
atada con cuerdas.
—Cuídate y escribe —gritó mamá.
—Escribiré, no te preocupes por mí. Más miedo me das tú que tienes que
aguantar a ese fascista. Si las cosas van mal coges a la niña y te vienes
conmigo. Te juro que no te faltará de nada.
Antes de regresar a casa fuimos a desayunar a una granja, mi madre pidió
para mí una taza de chocolate, un plato de nata y una ensaimada. Ella se limitó
a dar vueltas a un café sin llevárselo a la boca; tenía los ojos rojos y le
temblaba la barbilla. Al cabo de un rato carraspeó y habló con una voz tan baja
que tuve que acercarme a ella para comprender sus palabras.
—María, no hables con tu padre de lo que has visto ni oído hoy. Por favor,
que no se te escape ni una palabra.
Aquella fue la primera vez que mi madre y yo compartimos un secreto. Unos
secretos que con el tiempo se irían haciendo más profundos y nos envolverían en
un mundo que tan solo nos pertenecía a nosotras.
Después de la partida de tío Daniel, mi padre se tranquilizó un poco. Tan
solo se alteraba con algunas noticias de la radio, con los discursos del
Caudillo y cuando yo dejaba comida en el plato.
—Lo que se pone en el plato, se come.
Pasaron unos meses, no sé cuántos, pero debía de estar ya muy avanzada la
primavera, porque recuerdo que yo llevaba manga corta y teníamos las ventanas abiertas,
así que no tuve dificultad para oír el timbre de la puerta. Eché a correr, pero
mi padre se adelantó, recogió un paquete que le entregó un muchacho, firmó un
albarán, miró el remitente y lo tiró al cubo de la basura.
En cuanto mi madre regresó de la compra, aproveché la recién estrenada
complicidad que nos unía para conducirla hasta el cubo de la basura.
—Es un paquete que envía tu tío Daniel —gritó—. Viene de Buenos Aires.
Aguanté la respiración mientras mi madre cortaba el bramante que lo sujetaba;
esperaba que dentro hubiera una muñeca, pero lo que mi madre sacó de la caja
fue una especie de calabaza, un tubo plateado y una bolsa con un producto que
me pareció tabaco.
—Es mate. Tío Daniel nos envía mate. En Argentina lo toman como aquí el
café y en esta carta nos explica la forma de prepararlo.
Aquella fue la primera vez que probé el mate y aún hoy su olor me recuerda
la tarde en que mi madre y yo nos encerramos en la cocina y probamos una cosa
extraña, no puedo decir si me gustó o no, lo único que sé es que lo saboreé con
ilusión, mientras buscaba Argentina en el mapa y oía a mi madre hablar sobre un
país muy lejano y hermoso, en el que hay selvas con grandes ríos y cataratas,
montañas de hielo, playas y llanuras inmensas, en donde no era primavera sino
otoño y en el que mi tío había encontrado trabajo como corresponsal en un
periódico.
—Sobre todo no se lo digas a tu padre.
Me hubiera gustado explicarle que estaba muy equivocado, que tío Daniel no
era rojo, sino bastante moreno y con el pelo rizado y negro, pero había
prometido a mi madre guardar el secreto y, a pesar de no tener más que seis
años, sabía que las promesas se deben cumplir siempre, siempre y siempre.
Pocas veces venía mi abuela a casa, pero el día en que mi madre la invitó a
comer se armó una zapatiesta de cuidado. Nada más servir el arroz, a mi padre
se le ocurrió sacar el tema y dijo a mi abuela que si su hijo se había tenido
que marchar de España, le estaba muy bien empleado. “A los rojos que los
zurzan”. Mi abuela no agachó la cabeza como acostumbraba a hacer mi madre, no,
mi abuela combatió como una valiente.
—Te fuiste a Rusia para hacer el ridículo. La famosa División Azul se
convirtió en el hazmerreír de todo el mundo, pero eso sí, conseguiste una paga
vitalicia y un buen puesto en el gobierno civil. ¿Pues sabes lo que te digo?
Que te lo metas por donde te quepa.
Me quedé de piedra cuando vi que mi abuela se levantaba, muy digna, y se
iba sin llegar ni a tocar la comida. Sabía que mi padre no consentiría que, en
su casa, alguien se dejara la comida en el plato y me preparé para volver a oír
lo del hambre y la guerra y que si patatín y que si patatán, pero sus palabras
me llenaron de terror.
—Porque es la madre de mi mujer, si no, juro que la denunciaría ahora mismo
y esta noche ya la pasaría en un calabozo.
Yo, que no sabía que si te dejabas comida en el plato te metían en un
calabozo, intenté comer a toda prisa, pero me atraganté y empecé a llorar.
También mi madre acabó el arroz llorando a lágrima viva y mi abuela no volvió a
poner los pies en casa.
—Te prohíbo que mantengas contacto con tu familia, y, sobre todo, exijo que
apartes a la niña de su abuela.
Mi madre asintió entre hipidos y la tristeza invadió de nuevo nuestro
hogar. Tan solo los regalos que llegaban regularmente, de parte del tío Daniel
lograban que el rostro de mi madre recuperara la sonrisa.
No parecía que por las Américas las
cosas le fueran mal. Tío Daniel recorría todos los países de Iberoamérica y
siempre se acordó de nosotros. Mi madre había llegado a un acuerdo con el
portero para nos entregara los paquetes cuando mi padre no estaba en casa y no
hubo mes en el que no recibiéramos alguna sorpresa: verduras, frutas, conservas
y especias, a las que acompañaban largas cartas en las que nos explicaba
recetas de cocina y nos hablaba de la belleza de aquellos lugares. Así fue como
conocí la yuca, ayudé a mi madre a hacer unos panes deliciosos con harina de
yuca con los que presumía ante las compañeras de colegio que no salían del pan
con mantequilla y chocolate. Probé las piñas y los mangos, los aguacates, los
plátanos macho y las papayas; con las recetas que enviaba tío Daniel mi madre
aprendió a preparar cebiche, tortitas de maíz, dulce de leche y alfajores y
hasta una vez recibimos un paquete de hormigas culonas, venían de Colombia y
parecían granos de café, mamá y yo las tostamos en la sartén y nos las comimos
riendo como locas. Cada envío de tío Daniel era una fiesta y un banquete que
compartíamos en absoluto secreto.
Cuando al regresar de la escuela mi madre me decía al oído “tengo una
sorpresa para ti”, ya sabía que se trataba de algún regalo de tío Daniel. Sin
embargo el día en que recibimos una cajita llena de una especie de harina
oscura, tanto mi madre como yo nos quedamos perplejas, pues no había carta con
instrucciones, recetas ni pistas que nos indicaran cómo se comía aquello. Mi
madre estudió el contenido y yo colaboré mojando el dedo con saliva, untándolo
en aquel producto y metiéndomelo en la boca. No tenía gusto a nada. No era
dulce ni salado, más bien tenía un gusto ahumado y terroso.
Hervimos unas cucharadas en caldo de pollo, esperando que fuera como una
especie de sémola, pero ni a mi madre ni a mí nos acabó de gustar.
Pues será harina —dijo mi madre.
Puso la mitad del contenido de la caja en un recipiente, le añadió huevo,
levadura y lo horneó con azúcar. El bizcocho resultante casi no se esponjó,
pesaba como si fuera de hierro y se nos deshacía en la boca; tan solo mojándolo
en leche fuimos capaces de acabarlo. Quedaba aún media caja de aquel potingue y
por primera vez tuvimos que admitir que no acabábamos de encontrar gusto a uno
de los manjares de tío Daniel.
Aquel día mi padre volvió del trabajo pronto y muy sonriente, sacó una
carta del bolsillo y estuvo manoseándola mientras nos echaba una de sus arengas
predilectas. Ni mi madre ni yo le hacíamos el menor caso, ya nos conocíamos de
memoria las glorias del Generalísimo y la cruzada contra el judaísmo, el
comunismo y la masonería internacional. De pronto se calló y empezó a mirar a
mi madre fijamente a los ojos, con una sonrisa en la boca.
—¿Cuánto hace que no tienes noticias de tu hermano?
—Ya lo sabes, desde que se fue no he sabido nada de él.
Mientras mi padre hablaba vi que mi madre estrujaba un pañuelo, con manos
temblorosas.
—Sabes lo que se merece ¿verdad? ¿Sabes lo que se merecen los rojos como
él?
No pude más, yo quería a mi tío Daniel
y quise defenderlo.
—No es rojo –dije.
Mi padre se volvió hacia mí
—¿Qué has dicho?
—Que no es rojo. Lo he visto y no es rojo.
—¿Qué lo has visto? ¿Y cuándo lo has visto?
No respondí, miré a mi madre y me di cuenta de que acababa de traicionarla.
—Llevé a la niña a despedir a mi hermano.
No pudo acabar de hablar. Las manazas de mi padre cayeron sobre ella, la
levantó en vilo tirando de su pelo, las gafas salieron volando y se partió una
ceja contra la esquina de la mesa, antes de quedar tendida en la alfombra.
—Ya te enseñaré yo quién manda en esta casa.
Cuando vi la sangre que manchaba el mantel, creí que el corazón de mi padre
había estallado y empecé a gritar con toda mi alma, hasta que mi padre dejó a
mi madre y se encaró conmigo.
—Que sea la última vez que no se me obedece. He sido tolerante hasta la
saciedad, pero si no me hacéis caso por las buenas lo haréis por las malas.
Mientras mi madre se limpiaba las heridas, me fui a la cocina. En casa se
cenaba a las nueve y solo iba a faltar que la cena se retrasara. Para mi padre
jugar con la comida era lo peor de lo peor, así que puse el puré en los platos
y no sé cómo se me ocurrió verter en el plato de mi padre todos los polvos que
quedaban en el paquete de tío Daniel.
Nos sentamos en silencio y empezamos a comer. Mi padre se echó a la boca
una cucharada de puré y miró a mi madre con expresión interrogante.
—¿De qué es la sopa?
—De alubias.
Mi padre se echó otra cucharada y puso cara de asco. Estoy segura de que de
buena gana habría dejado el puré para pasar directamente al pescado, pero era
víctima de sus principios “nunca se deja comida en el plato”. A fuerza de agua
y pan se lo acabó.
—Pues bien —dijo limpiándose con la servilleta y echando un trago de vino
para quitarse el gusto—. Voy a darte una noticia que te disgustará, aunque es
lo único que se merecía el desgraciado de tu hermano. He recibido una carta del
consulado de Guatemala donde se nos informa que Daniel Gómez ha muerto en un
accidente. Un día de estos recibiremos sus cenizas ya que su última voluntad ha
sido ser enterrado en su tierra. Por lo que a mí respecta puedes hacer con
ellas lo que quieras, yo me voy a la cama.
Mi madre me miró, puso los ojos en blanco y se desmayó.
No había nada qué hacer, nos habíamos comido a tío Daniel y ya no tenía
remedio.
A quien peor le sentó fue a mi padre. Aquella noche tuvo una fuerte
indigestión que acabó en un cólico y al fin su corazón estalló, pero afortunadamente
lo hizo en el hospital.
A mi madre, sin embargo, comerse a tío Daniel le sentó de maravilla. Tras
la experiencia antropófaga, su vida fue plácida, se volvió más alegre y
cariñosa, no la vi llorar casi nunca y volvió a tocar el piano, cosa que, según
me dijo, no había hecho desde que se casó.
Mi abuela volvió a visitarnos a menudo. Al principio la pérdida de su hijo
la dejó sumida en la desesperación, pero pasado un tiempo se consoló con la
idea de que Daniel había tenido el mejor de los entierros, estaba dentro de
nuestros organismos y lo llevaríamos con nosotros durante el resto de nuestras
vidas.
A quien tío Daniel alteró profundamente fue a mi hermano. Por aquel
entonces no era más que un pez cartilaginoso que nadaba en el vientre de mi
madre, quizás fuera por eso, pero lo cierto es que el espíritu del tío Daniel
anidó en su ánimo y mucho antes de entrar en la universidad ya se dejó crecer el
pelo, empezó a vestir camisetas negras con la figura del Che Guevara, no se
perdía ni una manifestación, repartía pasquines, se encerraba en iglesias para
pedir el final de la dictadura y se afilió al PSUC clandestino.
En cuanto a mí, tío Daniel me dejó el gusto por viajar y el placer de
probar alimentos exóticos.
Muy divertido
ResponderEliminarCruel evocación de tiempos que huyen...
ResponderEliminarDivertido. Me he imaginado que eran las cenizas ...
ResponderEliminarFede.
Macabro pero divertido
ResponderEliminar¡¡Qué bueno, Carme!! Los personajes están perfectos: el padre, la madre, la hija y el tío rojo. Todos ellos muy bien caracterizados. Además, reflejan una época: una manera de ser, de pensar y de concebir la vida.
ResponderEliminarEl relato me ha enganchado totalmente. He empezado a leer y en cuanto me he dado cuenta estaba inmerso en la historia, preguntándome qué sucedería a continuación y hacia dónde iba el relato.
El desenlace es brillante, muy bien buscado.
En conclusión, lo he disfrutado mucho. Considero que es un gran cuento y que está muy bien escrito, con un nivel narrativo brillante. Felicidades, Carme.
No quieres al tío Daniel, pues toma dos tazas!
ResponderEliminarOtro relato bien logrado, donde nos sumerges bien en un ambiente con claroscuros y con un personaje entrañable, el del tío Daniel. (Aún me quedo con ganas de más cartas y recetas...)
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