DISTINTAS FORMAS DE CONSUELO
Lucía
había nacido sin suerte. Lo supo desde que tuvo uso de razón y eso fue lo que
impidió que las desgracias, que se sucedieron en su vida como una maldición, la
abocaran al desespero. Otra persona hubiera llorado amargamente, clamando al
cielo y abjurando de sus creencias y quizás, incluso, habría desarrollado un
odio patológico hacia todo aquel que ostentara felicidad, pero Lucía lo aceptó
sin una queja.
Cuando a
los diez años fue víctima de la polio, resistió dócilmente los ingresos en el
hospital, las férulas en las piernas, el desvío de su columna y la cojera
provocada por su prominente cadera. Acababa de cumplir los catorce cuando su
madre se ahogó entre toses. Lucía la amortajó, la acompañó al cementerio y la
lloró con naturalidad, sin sorpresa, como si hubiera estado esperando que
aquella nueva desgracia ocurriera en cualquier momento. Más tarde, el vacío provocado
por la falta de su madre liberó las tendencias etílicas de su padre, unas
tendencias que Lucía ya conocía, pero que mientras su madre vivió permanecieron
escondidas bajo disimulos. Lucía encaró la nueva oleada de desgracias sin
inmutarse. Por las noches acompañaba a su padre hasta la cama, le limpiaba los
vómitos, le ponía el pijama y, cuando meses más tarde fue despedido del
trabajo, aceptó sin quejas las estrecheces económicas. Nadie tuvo que aguantar
lamentos, de hecho nadie la oyó rechistar porque Lucía salía poco de casa, no
tenía amigas ni mucho menos novio. Estaba convencida de que cualquier novio que
pudiera encontrar, no haría más que aumentar el cúmulo de sus desgracias. El
alzhéimer de su padre llegó paulatinamente, disimulado entre las
manifestaciones de su alcoholismo y, tanto al médico como a Lucía, les costó
separar los desvaríos propios de la enfermedad de las locuras del alcohol;
solamente cuando empezó a llamar mamá a su hija, supo que su padre había
desaparecido del mundo y tan solo había dejado en él un cuerpo que se fue
marchitando y perdiendo la condición humana para acabar desapareciendo
lentamente, convertido en un esqueleto rodeado de piel al que había que
alimentar, lavar y mover como si tratara de un objeto. Lucía nunca se quejó,
nadie puede decir que oyera salir de su boca suspiros ni mucho menos
maldiciones Al tiempo que su juventud se marchitaba, cuidó del espectro de su
padre. Más tarde lo amortajó, lo enterró y reacomodó el hogar deshaciéndose de
orinales y barreños; entregó a Cáritas la ropa que pudiera ser aprovechable y
abandonó su recuerdo en algún lugar lejano de su conciencia, un lugar en el que
no molestara con una presencia inútil.
Su vida
transcurría con una monotonía que para cualquiera podría resultar desesperante,
pero que a Lucía le daba sosiego. Parecía como si ella no tuviera derecho a
disfrutar del afecto de seres queridos, de alegrías, de fiestas, de vacaciones
o de veladas familiares. Tan solo una vez entró en su vida una compañía, un
pájaro desvalido y enfermo, que se refugió del viento en su ventana. Lucía lo
recogió con cuidado y lo metió en una vieja jaula que guardaba en el desván. A
la mañana siguiente, el pájaro apareció en el fondo de la jaula, inmóvil, frío
e inerte y Lucía no quiso repetir la experiencia comprando perros, gatos,
tortugas, peces o pájaros. ¿Para qué? se decía, no quiero enterrar a nadie más.
La
economía de Lucía era modesta, pero suficiente. Los ingresos que le
proporcionaba su pensión de invalidez, los completaba con un trabajo a tiempo
parcial en una fábrica de bombillas. Fue allí, en la fábrica, donde Lucía
experimentó por primera vez en su vida el sentimiento de la envidia. No envidió
las bodas de sus compañeras, ni los ramos de flores y cartas de amor de las que
presumían, ni las fotos de sus hijos que mostraban durante el almuerzo. Lo que
Lucía envidió fue la suerte que tenían algunas de hallar tesoros mientras
caminaban por la calle. María, la limpiadora de los servicios, le enseñó un día
una pulsera que se había encontrado en el autobús; Juana, la encargada de los
embalajes, se encontró un monedero de piel con cinco euros y hasta Pilar, la
secretaria del encargado de la planta, vino presumiendo de un pasador para el
pelo, precioso, un pasador de carey, o de plástico, daba lo mismo. Lo cierto es
que el mundo estaba lleno de regalos para todos, menos para ella y eso era más
de lo que estaba dispuesta a tolerar. A partir de entonces tomó la costumbre de
caminar lentamente y con la mirada baja, barriendo las calles con los ojos,
dispuesta a no dejar escapar ninguno de los tesoros que la suerte almacenaba
por los rincones. Cada día llegaba a casa con un botín de bolígrafos resecos,
gomas para el pelo, pendientes de latón desaparejados, cordones y cintas que,
irremisiblemente, iban de cabeza al cubo de la basura, pero Lucía no cejaba en
la búsqueda y esperaba que algún día la sociedad, la naturaleza o las fuerzas
divinas compartieran con ella alguna maravilla.
Y
ocurrió. Sus muchos esfuerzos se vieron recompensados y Lucía hizo un hallazgo
que iba a cambiar su vida.
Fue un
día plomizo. El cielo había estado encapotado durante toda la mañana, pero solo
empezó a llover cuando estaba ya a una cierta distancia de la fábrica. Había
dejado el paraguas en la taquilla en la que guardaba la bata y se detuvo en la
esquina dudando si regresar o seguir hasta su casa. La distancia hasta su hogar
era considerable, pero volver a la fábrica le daba pereza, tendría que pedir a
Vicente, el portero, que le abriera el vestuario y aquel hombre le resultaba
incómodo. Había oído explicar que Vicente tenía por costumbre decir porquerías
y dar palmadas en las nalgas de las empleadas; no es que temiera por su virtud,
pues Vicente no se iba a molestar ni siquiera en mirarla, pero el pensamiento
de estar a solas con el portero la perturbaba. Decidió seguir y en ese momento,
mientras se subía la cremallera del anorak y buscaba en el bolsillo alguna
bolsa de plástico con la que cubrirse la cabeza, puso los ojos en el contenedor
de la basura y se quedó petrificada. Lo que vio le pareció un miembro humano.
Como si dentro del contenedor hubiera algún cadáver descuartizado. Un niño, se
dijo, la pierna o el brazo de un bebé. Se acercó lentamente y con miedo.
Levantó con cuidado los cartones que tapaban aquel extraño objeto y estuvo
durante un tiempo examinándolo con la mirada. No se atrevía a cogerlo, como si
aquello estuviera vivo y pudiera empezar de un momento a otro a moverse y
atacarla, sin embargo algo le dijo que había llegado su instante de suerte y,
sin atender a la lluvia que ya arreciaba, hurgó entre los cartones, cogió aquel
objeto, lo escondió bajo el anorak y se alejó tan deprisa como se lo
permitieron sus férulas, la malformación de la cadera y la plataforma que
llevaba en la pierna corta.
En
cuanto se vio en casa, encendió la luz y lo dejó sobre la mesa. No mediría más
de treinta centímetros, era cilíndrico y acababa en una redondez que, sin saber
por qué, le dio risa. En el otro extremo, un engrosamiento que parecía diseñado
para acoplar la palma de la mano, le indicaba que aquello debía tener alguna
utilidad que no acertaba a comprender. Lo observó sin tocarlo. Por un momento
pensó si sería un juguete, tenía la misma forma que una hortaliza o una fruta
exótica, más ancho que una zanahoria, más estrecho que un calabacín, más grande
que un espárrago, de un saludable color sonrosado y parecido a las longanizas del
súper. En cuanto se decidió a cogerlo con las manos se dio cuenta de que era
flexible y suave, aunque apestaba.
Preparó
el barreño que utilizaba para lavar los jerséis de lana, lo llenó de agua
caliente, echó un tapón de detergente y lo sumergió entre la espuma jabonosa.
Empezó a frotarlo y encontró en ello un extraño placer, algo que nunca antes
había experimentado. Pasó tiempo recorriendo con los dedos uno y otro extremo,
más tarde, cuando el agua se empezó a enfriar, lo aclaró bajo el grifo y lo dejó
en remojo con agua y limón, para desinfectarlo de todas porquerías con las que
había compartido el contenedor.
Durante
la operación de limpieza y desinfección, Lucía había notado que en uno de los
extremos, había una pequeña ranura. La secó con una toalla y hurgó en ella
hasta que consiguió abrir un pequeño departamento que alojaba una pila. Era una
de esas pilas de botón, plateadas y anchas. Lucía buscó entre los mandos de la
televisión, desmontó la balanza de la cocina, abrió el departamento de las pilas
de la manta eléctrica, pero no encontró ninguna que se acoplara en aquel lugar.
La lluvia arreciaba y no se vio con ánimos para llegar hasta la tienda, así que
tuvo que contentarse con esperar hasta el día siguiente.
Se sentó
en el sofá, como cada tarde, cogió el ganchillo y puso la radio. A pesar de que
aquella noche daban un capítulo de su serial favorito, no fue capaz de atender
a los diálogos porque su mente estaba tan solo pendiente del misterioso objeto
y no dejaba de preguntarse qué ocurriría cuando le pusiera una nueva pila.
Ni que
decir tiene que eso fue lo primero que hizo al día siguiente cuando salió de
trabajar. Se había cuidado bien de no hablar con las compañeras sobre el
extraordinario hallazgo, no deseaba levantar envidias, y en cuanto sonó la
sirena anunciando el fin de la jornada, se dirigió al estanco y compró dos
pilas, por si acaso.
Tan
nerviosa estaba que le costó introducir la pila en el compartimento. El ansia
por saber qué ocurriría cuando le diera al ON le provocó temblor en las manos y
notó que su respiración se aceleraba hasta que al fin, con un profundo suspiro,
pudo girar el interruptor. Había imaginado que quizás se encendiera una luz o
sonara música, pero lo que no esperaba, de ninguna de las maneras, era que
aquello cobrara vida y empezara a vibrar como si un temblor profundo surgiera
de sus entrañas. Lucía en un arrebato, impropio de ella, lo sujetó contra su
pecho y la vida que se desprendía de aquel objeto le resultó tan placentera que
le pareció como si la soledad, que siempre la acompañaba, se empezara
desvanecer.
Cuando
se repuso de la emoción, y mientras se preguntaba para qué debía de servir
aquel chisme, encendió el fuego y se calentó el puré que acostumbraba a cenar
todas las noches. La alegría que sentía la animó a cantar y mover la cintura al
compás de un baile, que parecía imposible para sus piernas, mientras tanto daba
vueltas al puré con una espátula de madera sin conseguir que se deshicieran los
grumos. Una idea fugaz pasó por su mente, no hubo reflexión, fue un impulso que
la llevó a coger el extraño artilugio por el engrosamiento inferior para
introducirlo en el puré. Al ponerlo en marcha, la ligera vibración que se
produjo, aquel temblor tenue y continuo, agitó el líquido y formó en la
superficie una espuma semejante a la que adorna los capuchinos. Lucía soltó una
sonora carcajada: acababa de comprender la función de su hallazgo: se trataba
de un batidor para purés.
Si
siempre, hasta entonces, el puré había sido uno de sus platos predilectos, a
partir de aquel momento no hubo un solo día en que no lo comiera. Su batidor no
solo servía para formar una ligera espumilla en la crema de calabacín, también
lo empezó a utilizar para agitar la leche con colacao, el gazpacho, los zumos
de frutas y la sopa. No pasó mucho tiempo antes de que se le ocurriera aplicar
los labios para chupar y hurgar con la lengua, hasta absorber los restos que
habían quedado pegados a la superficie. Para Lucía fue una sorpresa la
sensación que se desprendió de aquel acto, una sensación muy distinta de la que
sentía cuando chupaba la cuchara. Fue como una especie de estremecimiento, un
calor que le recorrió la piel, le erizó el vello, se extendió por sus pechos y
bajó hasta el vientre, e incluso más abajo. Tras reponerse de aquella sorpresa
volvió a sumergirlo y, aprovechando que vivía sola y nadie podía criticarla,
decidió no volver utilizar la cuchara.
Su hogar
se llenó de alegría. Lucía se levantaba cada día con un gran deseo de tomar su
leche con colacao, preparaba purés y zumos y se iba a trabajar con la
satisfacción de quien ya no se siente solo. Por primera vez las vecinas vieron
que en su casa se abrían los vanos de las ventanas y unas cortinas floreadas
sustituyeron las anteriores, grises y raídas.
A Lucía no le pareció correcto que
algo que había entrado en su vida con una fuerza tan arrebatadora, no tuviera
nombre. Sobre la mesa tenía una revista con un reportaje de animales, unos
monos pequeños y simpáticos llamados titís. A Lucía le gustó el nombre y así
decidió llamar a su batidor de purés: Tití.
Buscó en la caja de los retales unos ovillos de perlé y le
hizo una funda de ganchillo para colgarlo de un clavo en la cocina, junto a la
bolsa del pan. Allí lo dejaba cuando se iba a trabajar, pero en cuanto
regresaba a casa, lo sacaba de la bolsa y buscaba la forma de utilizarlo, ya
fuera al preparar la cena o la merienda. En esas estaba, preparándose la
merienda, cuando llamaron al timbre. No acostumbraba a recibir visitas, así que
aplicó el ojo a la mirilla y se tranquilizó al ver que era Juani, una vecina
entrometida y descarada, a la que había dejado un juego de llaves de su casa
por si algún día le ocurría algún percance. Cuando comprobó que era el
sonriente rostro de Juani el que esperaba al otro lado le la puerta, abrió y la
hizo pasar. Los ojos de la vecina se posaron en el batidor y se sonrojó hasta
el nacimiento del cabello. La profunda rojez de sus mejillas y las inconexas
palabras que intentaba balbucear indicaban un profundo azoramiento, una
incomodidad tal que la incapacitó para aclarar el motivo de su vista. La vecina
se disculpó y salió de la casa sin despedirse. A Lucía le sorprendió una
reacción tan poco adecuada en aquella mujer que nunca había dado muestras de
conductas extrañas. Comprendió que el único sentimiento podía haber
desencadenado Tití era la codicia y decidió buscar inmediatamente un lugar donde
esconderlo puesto que, en cuanto abandonara la casa para ir a trabajar, Juani
podría entrar para robarle el batidor. ¿Qué otra intención podía mostrar la
profunda turbación en la que su vecina se había sumido?
Aquella noche, el batidor no reposó colgado en el gancho
en la cocina, sino bajo la almohada de Lucía. Aquel empezó a ser el lugar
habitual para Tití. Las noches de Lucía fueron cálidas y relajantes, no volvió
a necesitar las pastillas para dormir, porque abrazada a Tití y oliendo los
aromas que lo impregnaban se sumía en un dulce sueño, con Tití descansando
entre sus senos.
Su vida se había vuelto placentera, no había nada fuera
de su hogar que la llamara y por eso, cuando recibió la carta en la que le
comunicaban que le había sido concedidas unas vacaciones en Benidorm, en lugar
de alegrarse se molestó. ¿Qué se le había perdido a ella en Benidorm? Lo
primero que se le ocurrió fue renunciar, pero no le pareció correcto después de
la reclamación que había presentado el año anterior, cuando se lo concedieron
para después enviarle una carta diciendo que no había sido más que un error.
El primer problema que se le planteó fue qué hacer con
Tití. La mejor opción parecía ser meterlo en la maleta, sin embargo la
posibilidad de que en el aeropuerto le hicieran abrir el equipaje y se lo
confiscaran por incurrir en alguna de aquellas absurdas normas de seguridad, la
aterrorizaba. Dejárselo a la vecina: imposible. Después de la cara que puso
cuando lo vio no iba a servírselo en bandeja. Aquella noche le costó conciliar
el sueño, imaginó mil escondites hasta que a la mañana siguiente todo le
pareció más fácil. Siempre le acostumbraba a ocurrir lo mismo, por las noches
las cosas parecían montañas insalvables y de día todo se resolvía con
facilidad. Puso a Tití en su bolsa, lo envolvió con un plástico de embalaje y
lo deslizó por un hueco detrás de los armarios de la cocina. Allí no lo
encontraría ni la vecina, ni el más avispado ladrón. Ligera al fin de
preocupaciones preparó su maleta y subió al taxi que pasó a recogerla a las
cinco de la mañana. Total, se decía, una semana pasa volando.
A Lucía no le gustaban los aviones, no es que tuviera
miedo, pero sintió un profundo alivio cuando se vio al fin en la habitación del
hotel. Salió a la pequeña terraza que daba a las piscinas y el calor del
Mediterráneo la aturdió hasta tal punto que decidió permanecer en el interior
hasta que refrescara. Puso en marcha el televisor y sacó la labor de ganchillo
que había traído en una bolsa para entretener las horas largas, como ella
llamaba a las primeras horas de la tarde.
Lucía no supo nunca quién había sido el guarro indecente que
había utilizado aquella habitación antes que ella. Igual podía haber sido un hombre
solo que deseara entretenerse con marranadas, o alguna cerda asquerosa que
disfrutara con imágenes obscenas o una pareja de desvergonzados que no conocían
el significado de la palabra honestidad ni decencia. Lo cierto es que el
televisor estaba sintonizado en un canal de muchas X. La crudeza de las
imágenes y los gemidos y suspiros que se oyeron ofendieron la sensibilidad de
Lucía, pero cuando se le cayó el ganchillo de las manos y se le saltaron las
lágrimas fue al ver lo una mujer estaba haciendo con un batidor como el suyo.
Ni en sus peores sueños podía imaginar algo más perverso. Dónde vamos a llegar,
se dijo, si los jóvenes ya no respetan nada.