lunes, 25 de agosto de 2014

Diferentes formas de consuelo



DISTINTAS FORMAS DE CONSUELO

            Lucía había nacido sin suerte. Lo supo desde que tuvo uso de razón y eso fue lo que impidió que las desgracias, que se sucedieron en su vida como una maldición, la abocaran al desespero. Otra persona hubiera llorado amargamente, clamando al cielo y abjurando de sus creencias y quizás, incluso, habría desarrollado un odio patológico hacia todo aquel que ostentara felicidad, pero Lucía lo aceptó sin una queja.
            Cuando a los diez años fue víctima de la polio, resistió dócilmente los ingresos en el hospital, las férulas en las piernas, el desvío de su columna y la cojera provocada por su prominente cadera. Acababa de cumplir los catorce cuando su madre se ahogó entre toses. Lucía la amortajó, la acompañó al cementerio y la lloró con naturalidad, sin sorpresa, como si hubiera estado esperando que aquella nueva desgracia ocurriera en cualquier momento. Más tarde, el vacío provocado por la falta de su madre liberó las tendencias etílicas de su padre, unas tendencias que Lucía ya conocía, pero que mientras su madre vivió permanecieron escondidas bajo disimulos. Lucía encaró la nueva oleada de desgracias sin inmutarse. Por las noches acompañaba a su padre hasta la cama, le limpiaba los vómitos, le ponía el pijama y, cuando meses más tarde fue despedido del trabajo, aceptó sin quejas las estrecheces económicas. Nadie tuvo que aguantar lamentos, de hecho nadie la oyó rechistar porque Lucía salía poco de casa, no tenía amigas ni mucho menos novio. Estaba convencida de que cualquier novio que pudiera encontrar, no haría más que aumentar el cúmulo de sus desgracias. El alzhéimer de su padre llegó paulatinamente, disimulado entre las manifestaciones de su alcoholismo y, tanto al médico como a Lucía, les costó separar los desvaríos propios de la enfermedad de las locuras del alcohol; solamente cuando empezó a llamar mamá a su hija, supo que su padre había desaparecido del mundo y tan solo había dejado en él un cuerpo que se fue marchitando y perdiendo la condición humana para acabar desapareciendo lentamente, convertido en un esqueleto rodeado de piel al que había que alimentar, lavar y mover como si tratara de un objeto. Lucía nunca se quejó, nadie puede decir que oyera salir de su boca suspiros ni mucho menos maldiciones Al tiempo que su juventud se marchitaba, cuidó del espectro de su padre. Más tarde lo amortajó, lo enterró y reacomodó el hogar deshaciéndose de orinales y barreños; entregó a Cáritas la ropa que pudiera ser aprovechable y abandonó su recuerdo en algún lugar lejano de su conciencia, un lugar en el que no molestara con una presencia inútil.
            Su vida transcurría con una monotonía que para cualquiera podría resultar desesperante, pero que a Lucía le daba sosiego. Parecía como si ella no tuviera derecho a disfrutar del afecto de seres queridos, de alegrías, de fiestas, de vacaciones o de veladas familiares. Tan solo una vez entró en su vida una compañía, un pájaro desvalido y enfermo, que se refugió del viento en su ventana. Lucía lo recogió con cuidado y lo metió en una vieja jaula que guardaba en el desván. A la mañana siguiente, el pájaro apareció en el fondo de la jaula, inmóvil, frío e inerte y Lucía no quiso repetir la experiencia comprando perros, gatos, tortugas, peces o pájaros. ¿Para qué? se decía, no quiero enterrar a nadie más.
            La economía de Lucía era modesta, pero suficiente. Los ingresos que le proporcionaba su pensión de invalidez, los completaba con un trabajo a tiempo parcial en una fábrica de bombillas. Fue allí, en la fábrica, donde Lucía experimentó por primera vez en su vida el sentimiento de la envidia. No envidió las bodas de sus compañeras, ni los ramos de flores y cartas de amor de las que presumían, ni las fotos de sus hijos que mostraban durante el almuerzo. Lo que Lucía envidió fue la suerte que tenían algunas de hallar tesoros mientras caminaban por la calle. María, la limpiadora de los servicios, le enseñó un día una pulsera que se había encontrado en el autobús; Juana, la encargada de los embalajes, se encontró un monedero de piel con cinco euros y hasta Pilar, la secretaria del encargado de la planta, vino presumiendo de un pasador para el pelo, precioso, un pasador de carey, o de plástico, daba lo mismo. Lo cierto es que el mundo estaba lleno de regalos para todos, menos para ella y eso era más de lo que estaba dispuesta a tolerar. A partir de entonces tomó la costumbre de caminar lentamente y con la mirada baja, barriendo las calles con los ojos, dispuesta a no dejar escapar ninguno de los tesoros que la suerte almacenaba por los rincones. Cada día llegaba a casa con un botín de bolígrafos resecos, gomas para el pelo, pendientes de latón desaparejados, cordones y cintas que, irremisiblemente, iban de cabeza al cubo de la basura, pero Lucía no cejaba en la búsqueda y esperaba que algún día la sociedad, la naturaleza o las fuerzas divinas compartieran con ella alguna maravilla.
            Y ocurrió. Sus muchos esfuerzos se vieron recompensados y Lucía hizo un hallazgo que iba a cambiar su vida.
            Fue un día plomizo. El cielo había estado encapotado durante toda la mañana, pero solo empezó a llover cuando estaba ya a una cierta distancia de la fábrica. Había dejado el paraguas en la taquilla en la que guardaba la bata y se detuvo en la esquina dudando si regresar o seguir hasta su casa. La distancia hasta su hogar era considerable, pero volver a la fábrica le daba pereza, tendría que pedir a Vicente, el portero, que le abriera el vestuario y aquel hombre le resultaba incómodo. Había oído explicar que Vicente tenía por costumbre decir porquerías y dar palmadas en las nalgas de las empleadas; no es que temiera por su virtud, pues Vicente no se iba a molestar ni siquiera en mirarla, pero el pensamiento de estar a solas con el portero la perturbaba. Decidió seguir y en ese momento, mientras se subía la cremallera del anorak y buscaba en el bolsillo alguna bolsa de plástico con la que cubrirse la cabeza, puso los ojos en el contenedor de la basura y se quedó petrificada. Lo que vio le pareció un miembro humano. Como si dentro del contenedor hubiera algún cadáver descuartizado. Un niño, se dijo, la pierna o el brazo de un bebé. Se acercó lentamente y con miedo. Levantó con cuidado los cartones que tapaban aquel extraño objeto y estuvo durante un tiempo examinándolo con la mirada. No se atrevía a cogerlo, como si aquello estuviera vivo y pudiera empezar de un momento a otro a moverse y atacarla, sin embargo algo le dijo que había llegado su instante de suerte y, sin atender a la lluvia que ya arreciaba, hurgó entre los cartones, cogió aquel objeto, lo escondió bajo el anorak y se alejó tan deprisa como se lo permitieron sus férulas, la malformación de la cadera y la plataforma que llevaba en la pierna corta.
            En cuanto se vio en casa, encendió la luz y lo dejó sobre la mesa. No mediría más de treinta centímetros, era cilíndrico y acababa en una redondez que, sin saber por qué, le dio risa. En el otro extremo, un engrosamiento que parecía diseñado para acoplar la palma de la mano, le indicaba que aquello debía tener alguna utilidad que no acertaba a comprender. Lo observó sin tocarlo. Por un momento pensó si sería un juguete, tenía la misma forma que una hortaliza o una fruta exótica, más ancho que una zanahoria, más estrecho que un calabacín, más grande que un espárrago, de un saludable color sonrosado y parecido a las longanizas del súper. En cuanto se decidió a cogerlo con las manos se dio cuenta de que era flexible y suave, aunque apestaba.
            Preparó el barreño que utilizaba para lavar los jerséis de lana, lo llenó de agua caliente, echó un tapón de detergente y lo sumergió entre la espuma jabonosa. Empezó a frotarlo y encontró en ello un extraño placer, algo que nunca antes había experimentado. Pasó tiempo recorriendo con los dedos uno y otro extremo, más tarde, cuando el agua se empezó a enfriar, lo aclaró bajo el grifo y lo dejó en remojo con agua y limón, para desinfectarlo de todas porquerías con las que había compartido el contenedor.
            Durante la operación de limpieza y desinfección, Lucía había notado que en uno de los extremos, había una pequeña ranura. La secó con una toalla y hurgó en ella hasta que consiguió abrir un pequeño departamento que alojaba una pila. Era una de esas pilas de botón, plateadas y anchas. Lucía buscó entre los mandos de la televisión, desmontó la balanza de la cocina, abrió el departamento de las pilas de la manta eléctrica, pero no encontró ninguna que se acoplara en aquel lugar. La lluvia arreciaba y no se vio con ánimos para llegar hasta la tienda, así que tuvo que contentarse con esperar hasta el día siguiente.
            Se sentó en el sofá, como cada tarde, cogió el ganchillo y puso la radio. A pesar de que aquella noche daban un capítulo de su serial favorito, no fue capaz de atender a los diálogos porque su mente estaba tan solo pendiente del misterioso objeto y no dejaba de preguntarse qué ocurriría cuando le pusiera una nueva pila.
            Ni que decir tiene que eso fue lo primero que hizo al día siguiente cuando salió de trabajar. Se había cuidado bien de no hablar con las compañeras sobre el extraordinario hallazgo, no deseaba levantar envidias, y en cuanto sonó la sirena anunciando el fin de la jornada, se dirigió al estanco y compró dos pilas, por si acaso.
            Tan nerviosa estaba que le costó introducir la pila en el compartimento. El ansia por saber qué ocurriría cuando le diera al ON le provocó temblor en las manos y notó que su respiración se aceleraba hasta que al fin, con un profundo suspiro, pudo girar el interruptor. Había imaginado que quizás se encendiera una luz o sonara música, pero lo que no esperaba, de ninguna de las maneras, era que aquello cobrara vida y empezara a vibrar como si un temblor profundo surgiera de sus entrañas. Lucía en un arrebato, impropio de ella, lo sujetó contra su pecho y la vida que se desprendía de aquel objeto le resultó tan placentera que le pareció como si la soledad, que siempre la acompañaba, se empezara desvanecer.
            Cuando se repuso de la emoción, y mientras se preguntaba para qué debía de servir aquel chisme, encendió el fuego y se calentó el puré que acostumbraba a cenar todas las noches. La alegría que sentía la animó a cantar y mover la cintura al compás de un baile, que parecía imposible para sus piernas, mientras tanto daba vueltas al puré con una espátula de madera sin conseguir que se deshicieran los grumos. Una idea fugaz pasó por su mente, no hubo reflexión, fue un impulso que la llevó a coger el extraño artilugio por el engrosamiento inferior para introducirlo en el puré. Al ponerlo en marcha, la ligera vibración que se produjo, aquel temblor tenue y continuo, agitó el líquido y formó en la superficie una espuma semejante a la que adorna los capuchinos. Lucía soltó una sonora carcajada: acababa de comprender la función de su hallazgo: se trataba de un batidor para purés.
            Si siempre, hasta entonces, el puré había sido uno de sus platos predilectos, a partir de aquel momento no hubo un solo día en que no lo comiera. Su batidor no solo servía para formar una ligera espumilla en la crema de calabacín, también lo empezó a utilizar para agitar la leche con colacao, el gazpacho, los zumos de frutas y la sopa. No pasó mucho tiempo antes de que se le ocurriera aplicar los labios para chupar y hurgar con la lengua, hasta absorber los restos que habían quedado pegados a la superficie. Para Lucía fue una sorpresa la sensación que se desprendió de aquel acto, una sensación muy distinta de la que sentía cuando chupaba la cuchara. Fue como una especie de estremecimiento, un calor que le recorrió la piel, le erizó el vello, se extendió por sus pechos y bajó hasta el vientre, e incluso más abajo. Tras reponerse de aquella sorpresa volvió a sumergirlo y, aprovechando que vivía sola y nadie podía criticarla, decidió no volver utilizar la cuchara.
            Su hogar se llenó de alegría. Lucía se levantaba cada día con un gran deseo de tomar su leche con colacao, preparaba purés y zumos y se iba a trabajar con la satisfacción de quien ya no se siente solo. Por primera vez las vecinas vieron que en su casa se abrían los vanos de las ventanas y unas cortinas floreadas sustituyeron las anteriores, grises y raídas.
            A Lucía no le pareció correcto que algo que había entrado en su vida con una fuerza tan arrebatadora, no tuviera nombre. Sobre la mesa tenía una revista con un reportaje de animales, unos monos pequeños y simpáticos llamados titís. A Lucía le gustó el nombre y así decidió llamar a su batidor de purés: Tití.
Buscó en la caja de los retales unos ovillos de perlé y le hizo una funda de ganchillo para colgarlo de un clavo en la cocina, junto a la bolsa del pan. Allí lo dejaba cuando se iba a trabajar, pero en cuanto regresaba a casa, lo sacaba de la bolsa y buscaba la forma de utilizarlo, ya fuera al preparar la cena o la merienda. En esas estaba, preparándose la merienda, cuando llamaron al timbre. No acostumbraba a recibir visitas, así que aplicó el ojo a la mirilla y se tranquilizó al ver que era Juani, una vecina entrometida y descarada, a la que había dejado un juego de llaves de su casa por si algún día le ocurría algún percance. Cuando comprobó que era el sonriente rostro de Juani el que esperaba al otro lado le la puerta, abrió y la hizo pasar. Los ojos de la vecina se posaron en el batidor y se sonrojó hasta el nacimiento del cabello. La profunda rojez de sus mejillas y las inconexas palabras que intentaba balbucear indicaban un profundo azoramiento, una incomodidad tal que la incapacitó para aclarar el motivo de su vista. La vecina se disculpó y salió de la casa sin despedirse. A Lucía le sorprendió una reacción tan poco adecuada en aquella mujer que nunca había dado muestras de conductas extrañas. Comprendió que el único sentimiento podía haber desencadenado Tití era la codicia y decidió buscar inmediatamente un lugar donde esconderlo puesto que, en cuanto abandonara la casa para ir a trabajar, Juani podría entrar para robarle el batidor. ¿Qué otra intención podía mostrar la profunda turbación en la que su vecina se había sumido?
Aquella noche, el batidor no reposó colgado en el gancho en la cocina, sino bajo la almohada de Lucía. Aquel empezó a ser el lugar habitual para Tití. Las noches de Lucía fueron cálidas y relajantes, no volvió a necesitar las pastillas para dormir, porque abrazada a Tití y oliendo los aromas que lo impregnaban se sumía en un dulce sueño, con Tití descansando entre sus senos.
Su vida se había vuelto placentera, no había nada fuera de su hogar que la llamara y por eso, cuando recibió la carta en la que le comunicaban que le había sido concedidas unas vacaciones en Benidorm, en lugar de alegrarse se molestó. ¿Qué se le había perdido a ella en Benidorm? Lo primero que se le ocurrió fue renunciar, pero no le pareció correcto después de la reclamación que había presentado el año anterior, cuando se lo concedieron para después enviarle una carta diciendo que no había sido más que un error.
El primer problema que se le planteó fue qué hacer con Tití. La mejor opción parecía ser meterlo en la maleta, sin embargo la posibilidad de que en el aeropuerto le hicieran abrir el equipaje y se lo confiscaran por incurrir en alguna de aquellas absurdas normas de seguridad, la aterrorizaba. Dejárselo a la vecina: imposible. Después de la cara que puso cuando lo vio no iba a servírselo en bandeja. Aquella noche le costó conciliar el sueño, imaginó mil escondites hasta que a la mañana siguiente todo le pareció más fácil. Siempre le acostumbraba a ocurrir lo mismo, por las noches las cosas parecían montañas insalvables y de día todo se resolvía con facilidad. Puso a Tití en su bolsa, lo envolvió con un plástico de embalaje y lo deslizó por un hueco detrás de los armarios de la cocina. Allí no lo encontraría ni la vecina, ni el más avispado ladrón. Ligera al fin de preocupaciones preparó su maleta y subió al taxi que pasó a recogerla a las cinco de la mañana. Total, se decía, una semana pasa volando.
A Lucía no le gustaban los aviones, no es que tuviera miedo, pero sintió un profundo alivio cuando se vio al fin en la habitación del hotel. Salió a la pequeña terraza que daba a las piscinas y el calor del Mediterráneo la aturdió hasta tal punto que decidió permanecer en el interior hasta que refrescara. Puso en marcha el televisor y sacó la labor de ganchillo que había traído en una bolsa para entretener las horas largas, como ella llamaba a las primeras horas de la tarde.

Lucía no supo nunca quién había sido el guarro indecente que había utilizado aquella habitación antes que ella. Igual podía haber sido un hombre solo que deseara entretenerse con marranadas, o alguna cerda asquerosa que disfrutara con imágenes obscenas o una pareja de desvergonzados que no conocían el significado de la palabra honestidad ni decencia. Lo cierto es que el televisor estaba sintonizado en un canal de muchas X. La crudeza de las imágenes y los gemidos y suspiros que se oyeron ofendieron la sensibilidad de Lucía, pero cuando se le cayó el ganchillo de las manos y se le saltaron las lágrimas fue al ver lo una mujer estaba haciendo con un batidor como el suyo. Ni en sus peores sueños podía imaginar algo más perverso. Dónde vamos a llegar, se dijo, si los jóvenes ya no respetan nada. 

9 comentarios:

  1. Deliciosamente indecente. Me ha encantado...

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  2. Carme!!!!! divertido, bien escrito y original. Conflicto, cambio y, como diría Cortázar, "pedaleo" para no caer, todo eso tiene tu relato. Comienza con un sospechoso pesimismo, gira al humor y tiene ese registro serio que refuerza lo humorístico, con los sucesivos enganches que son peldaños para el lector. Me ha encantado, tienes talento, muchacha!!!!!

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  3. Todo el rato esperando a ver por donde ibas a salir…Suscribo lo dicho por los anteriores. ¡ Hola Ramón! , tienes razón. Y aunque ni en mis mejores sueños sería capaz de hacer un comentario-análisis como el de Iván, también lo suscribo. Así que solo añadir: ¡ que gansa eres! Me ha gustado muchísimo. Tienes un campo por exploraaaar!!!!

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  4. Muy divertido Carme. Lo que empieza como una historia de apariencia tristona, de repente da un giro y se convierte en una situación repleta de humor surrealista. Felicidades una vez más!!! Por cierto, tengo que preparar un alioli, ¿podrías prestarme algo que sirva como mano de mortero?

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  6. Valiente tránsito por una sucesión de situaciones por las que nos conduces con pericia, elegancia y picardía. Bravo Carme! Empieza a tomar cuerpo un atractivo ramillete de cuentos.

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  7. El final de "Distintas formas de consuelo" es muy bueno, original y sorprendente, con un buen remedo de ese humor british que tanto te gusta.

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  8. ¡Felicidades, Carme! Un relato muy logrado donde juegas bien con las expectativas del lector y consigues sorprendernos. ¡Esperamos ya con impaciencia el siguiente!

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