lunes, 25 de agosto de 2014

Diferentes formas de consuelo



DISTINTAS FORMAS DE CONSUELO

            Lucía había nacido sin suerte. Lo supo desde que tuvo uso de razón y eso fue lo que impidió que las desgracias, que se sucedieron en su vida como una maldición, la abocaran al desespero. Otra persona hubiera llorado amargamente, clamando al cielo y abjurando de sus creencias y quizás, incluso, habría desarrollado un odio patológico hacia todo aquel que ostentara felicidad, pero Lucía lo aceptó sin una queja.
            Cuando a los diez años fue víctima de la polio, resistió dócilmente los ingresos en el hospital, las férulas en las piernas, el desvío de su columna y la cojera provocada por su prominente cadera. Acababa de cumplir los catorce cuando su madre se ahogó entre toses. Lucía la amortajó, la acompañó al cementerio y la lloró con naturalidad, sin sorpresa, como si hubiera estado esperando que aquella nueva desgracia ocurriera en cualquier momento. Más tarde, el vacío provocado por la falta de su madre liberó las tendencias etílicas de su padre, unas tendencias que Lucía ya conocía, pero que mientras su madre vivió permanecieron escondidas bajo disimulos. Lucía encaró la nueva oleada de desgracias sin inmutarse. Por las noches acompañaba a su padre hasta la cama, le limpiaba los vómitos, le ponía el pijama y, cuando meses más tarde fue despedido del trabajo, aceptó sin quejas las estrecheces económicas. Nadie tuvo que aguantar lamentos, de hecho nadie la oyó rechistar porque Lucía salía poco de casa, no tenía amigas ni mucho menos novio. Estaba convencida de que cualquier novio que pudiera encontrar, no haría más que aumentar el cúmulo de sus desgracias. El alzhéimer de su padre llegó paulatinamente, disimulado entre las manifestaciones de su alcoholismo y, tanto al médico como a Lucía, les costó separar los desvaríos propios de la enfermedad de las locuras del alcohol; solamente cuando empezó a llamar mamá a su hija, supo que su padre había desaparecido del mundo y tan solo había dejado en él un cuerpo que se fue marchitando y perdiendo la condición humana para acabar desapareciendo lentamente, convertido en un esqueleto rodeado de piel al que había que alimentar, lavar y mover como si tratara de un objeto. Lucía nunca se quejó, nadie puede decir que oyera salir de su boca suspiros ni mucho menos maldiciones Al tiempo que su juventud se marchitaba, cuidó del espectro de su padre. Más tarde lo amortajó, lo enterró y reacomodó el hogar deshaciéndose de orinales y barreños; entregó a Cáritas la ropa que pudiera ser aprovechable y abandonó su recuerdo en algún lugar lejano de su conciencia, un lugar en el que no molestara con una presencia inútil.
            Su vida transcurría con una monotonía que para cualquiera podría resultar desesperante, pero que a Lucía le daba sosiego. Parecía como si ella no tuviera derecho a disfrutar del afecto de seres queridos, de alegrías, de fiestas, de vacaciones o de veladas familiares. Tan solo una vez entró en su vida una compañía, un pájaro desvalido y enfermo, que se refugió del viento en su ventana. Lucía lo recogió con cuidado y lo metió en una vieja jaula que guardaba en el desván. A la mañana siguiente, el pájaro apareció en el fondo de la jaula, inmóvil, frío e inerte y Lucía no quiso repetir la experiencia comprando perros, gatos, tortugas, peces o pájaros. ¿Para qué? se decía, no quiero enterrar a nadie más.
            La economía de Lucía era modesta, pero suficiente. Los ingresos que le proporcionaba su pensión de invalidez, los completaba con un trabajo a tiempo parcial en una fábrica de bombillas. Fue allí, en la fábrica, donde Lucía experimentó por primera vez en su vida el sentimiento de la envidia. No envidió las bodas de sus compañeras, ni los ramos de flores y cartas de amor de las que presumían, ni las fotos de sus hijos que mostraban durante el almuerzo. Lo que Lucía envidió fue la suerte que tenían algunas de hallar tesoros mientras caminaban por la calle. María, la limpiadora de los servicios, le enseñó un día una pulsera que se había encontrado en el autobús; Juana, la encargada de los embalajes, se encontró un monedero de piel con cinco euros y hasta Pilar, la secretaria del encargado de la planta, vino presumiendo de un pasador para el pelo, precioso, un pasador de carey, o de plástico, daba lo mismo. Lo cierto es que el mundo estaba lleno de regalos para todos, menos para ella y eso era más de lo que estaba dispuesta a tolerar. A partir de entonces tomó la costumbre de caminar lentamente y con la mirada baja, barriendo las calles con los ojos, dispuesta a no dejar escapar ninguno de los tesoros que la suerte almacenaba por los rincones. Cada día llegaba a casa con un botín de bolígrafos resecos, gomas para el pelo, pendientes de latón desaparejados, cordones y cintas que, irremisiblemente, iban de cabeza al cubo de la basura, pero Lucía no cejaba en la búsqueda y esperaba que algún día la sociedad, la naturaleza o las fuerzas divinas compartieran con ella alguna maravilla.
            Y ocurrió. Sus muchos esfuerzos se vieron recompensados y Lucía hizo un hallazgo que iba a cambiar su vida.
            Fue un día plomizo. El cielo había estado encapotado durante toda la mañana, pero solo empezó a llover cuando estaba ya a una cierta distancia de la fábrica. Había dejado el paraguas en la taquilla en la que guardaba la bata y se detuvo en la esquina dudando si regresar o seguir hasta su casa. La distancia hasta su hogar era considerable, pero volver a la fábrica le daba pereza, tendría que pedir a Vicente, el portero, que le abriera el vestuario y aquel hombre le resultaba incómodo. Había oído explicar que Vicente tenía por costumbre decir porquerías y dar palmadas en las nalgas de las empleadas; no es que temiera por su virtud, pues Vicente no se iba a molestar ni siquiera en mirarla, pero el pensamiento de estar a solas con el portero la perturbaba. Decidió seguir y en ese momento, mientras se subía la cremallera del anorak y buscaba en el bolsillo alguna bolsa de plástico con la que cubrirse la cabeza, puso los ojos en el contenedor de la basura y se quedó petrificada. Lo que vio le pareció un miembro humano. Como si dentro del contenedor hubiera algún cadáver descuartizado. Un niño, se dijo, la pierna o el brazo de un bebé. Se acercó lentamente y con miedo. Levantó con cuidado los cartones que tapaban aquel extraño objeto y estuvo durante un tiempo examinándolo con la mirada. No se atrevía a cogerlo, como si aquello estuviera vivo y pudiera empezar de un momento a otro a moverse y atacarla, sin embargo algo le dijo que había llegado su instante de suerte y, sin atender a la lluvia que ya arreciaba, hurgó entre los cartones, cogió aquel objeto, lo escondió bajo el anorak y se alejó tan deprisa como se lo permitieron sus férulas, la malformación de la cadera y la plataforma que llevaba en la pierna corta.
            En cuanto se vio en casa, encendió la luz y lo dejó sobre la mesa. No mediría más de treinta centímetros, era cilíndrico y acababa en una redondez que, sin saber por qué, le dio risa. En el otro extremo, un engrosamiento que parecía diseñado para acoplar la palma de la mano, le indicaba que aquello debía tener alguna utilidad que no acertaba a comprender. Lo observó sin tocarlo. Por un momento pensó si sería un juguete, tenía la misma forma que una hortaliza o una fruta exótica, más ancho que una zanahoria, más estrecho que un calabacín, más grande que un espárrago, de un saludable color sonrosado y parecido a las longanizas del súper. En cuanto se decidió a cogerlo con las manos se dio cuenta de que era flexible y suave, aunque apestaba.
            Preparó el barreño que utilizaba para lavar los jerséis de lana, lo llenó de agua caliente, echó un tapón de detergente y lo sumergió entre la espuma jabonosa. Empezó a frotarlo y encontró en ello un extraño placer, algo que nunca antes había experimentado. Pasó tiempo recorriendo con los dedos uno y otro extremo, más tarde, cuando el agua se empezó a enfriar, lo aclaró bajo el grifo y lo dejó en remojo con agua y limón, para desinfectarlo de todas porquerías con las que había compartido el contenedor.
            Durante la operación de limpieza y desinfección, Lucía había notado que en uno de los extremos, había una pequeña ranura. La secó con una toalla y hurgó en ella hasta que consiguió abrir un pequeño departamento que alojaba una pila. Era una de esas pilas de botón, plateadas y anchas. Lucía buscó entre los mandos de la televisión, desmontó la balanza de la cocina, abrió el departamento de las pilas de la manta eléctrica, pero no encontró ninguna que se acoplara en aquel lugar. La lluvia arreciaba y no se vio con ánimos para llegar hasta la tienda, así que tuvo que contentarse con esperar hasta el día siguiente.
            Se sentó en el sofá, como cada tarde, cogió el ganchillo y puso la radio. A pesar de que aquella noche daban un capítulo de su serial favorito, no fue capaz de atender a los diálogos porque su mente estaba tan solo pendiente del misterioso objeto y no dejaba de preguntarse qué ocurriría cuando le pusiera una nueva pila.
            Ni que decir tiene que eso fue lo primero que hizo al día siguiente cuando salió de trabajar. Se había cuidado bien de no hablar con las compañeras sobre el extraordinario hallazgo, no deseaba levantar envidias, y en cuanto sonó la sirena anunciando el fin de la jornada, se dirigió al estanco y compró dos pilas, por si acaso.
            Tan nerviosa estaba que le costó introducir la pila en el compartimento. El ansia por saber qué ocurriría cuando le diera al ON le provocó temblor en las manos y notó que su respiración se aceleraba hasta que al fin, con un profundo suspiro, pudo girar el interruptor. Había imaginado que quizás se encendiera una luz o sonara música, pero lo que no esperaba, de ninguna de las maneras, era que aquello cobrara vida y empezara a vibrar como si un temblor profundo surgiera de sus entrañas. Lucía en un arrebato, impropio de ella, lo sujetó contra su pecho y la vida que se desprendía de aquel objeto le resultó tan placentera que le pareció como si la soledad, que siempre la acompañaba, se empezara desvanecer.
            Cuando se repuso de la emoción, y mientras se preguntaba para qué debía de servir aquel chisme, encendió el fuego y se calentó el puré que acostumbraba a cenar todas las noches. La alegría que sentía la animó a cantar y mover la cintura al compás de un baile, que parecía imposible para sus piernas, mientras tanto daba vueltas al puré con una espátula de madera sin conseguir que se deshicieran los grumos. Una idea fugaz pasó por su mente, no hubo reflexión, fue un impulso que la llevó a coger el extraño artilugio por el engrosamiento inferior para introducirlo en el puré. Al ponerlo en marcha, la ligera vibración que se produjo, aquel temblor tenue y continuo, agitó el líquido y formó en la superficie una espuma semejante a la que adorna los capuchinos. Lucía soltó una sonora carcajada: acababa de comprender la función de su hallazgo: se trataba de un batidor para purés.
            Si siempre, hasta entonces, el puré había sido uno de sus platos predilectos, a partir de aquel momento no hubo un solo día en que no lo comiera. Su batidor no solo servía para formar una ligera espumilla en la crema de calabacín, también lo empezó a utilizar para agitar la leche con colacao, el gazpacho, los zumos de frutas y la sopa. No pasó mucho tiempo antes de que se le ocurriera aplicar los labios para chupar y hurgar con la lengua, hasta absorber los restos que habían quedado pegados a la superficie. Para Lucía fue una sorpresa la sensación que se desprendió de aquel acto, una sensación muy distinta de la que sentía cuando chupaba la cuchara. Fue como una especie de estremecimiento, un calor que le recorrió la piel, le erizó el vello, se extendió por sus pechos y bajó hasta el vientre, e incluso más abajo. Tras reponerse de aquella sorpresa volvió a sumergirlo y, aprovechando que vivía sola y nadie podía criticarla, decidió no volver utilizar la cuchara.
            Su hogar se llenó de alegría. Lucía se levantaba cada día con un gran deseo de tomar su leche con colacao, preparaba purés y zumos y se iba a trabajar con la satisfacción de quien ya no se siente solo. Por primera vez las vecinas vieron que en su casa se abrían los vanos de las ventanas y unas cortinas floreadas sustituyeron las anteriores, grises y raídas.
            A Lucía no le pareció correcto que algo que había entrado en su vida con una fuerza tan arrebatadora, no tuviera nombre. Sobre la mesa tenía una revista con un reportaje de animales, unos monos pequeños y simpáticos llamados titís. A Lucía le gustó el nombre y así decidió llamar a su batidor de purés: Tití.
Buscó en la caja de los retales unos ovillos de perlé y le hizo una funda de ganchillo para colgarlo de un clavo en la cocina, junto a la bolsa del pan. Allí lo dejaba cuando se iba a trabajar, pero en cuanto regresaba a casa, lo sacaba de la bolsa y buscaba la forma de utilizarlo, ya fuera al preparar la cena o la merienda. En esas estaba, preparándose la merienda, cuando llamaron al timbre. No acostumbraba a recibir visitas, así que aplicó el ojo a la mirilla y se tranquilizó al ver que era Juani, una vecina entrometida y descarada, a la que había dejado un juego de llaves de su casa por si algún día le ocurría algún percance. Cuando comprobó que era el sonriente rostro de Juani el que esperaba al otro lado le la puerta, abrió y la hizo pasar. Los ojos de la vecina se posaron en el batidor y se sonrojó hasta el nacimiento del cabello. La profunda rojez de sus mejillas y las inconexas palabras que intentaba balbucear indicaban un profundo azoramiento, una incomodidad tal que la incapacitó para aclarar el motivo de su vista. La vecina se disculpó y salió de la casa sin despedirse. A Lucía le sorprendió una reacción tan poco adecuada en aquella mujer que nunca había dado muestras de conductas extrañas. Comprendió que el único sentimiento podía haber desencadenado Tití era la codicia y decidió buscar inmediatamente un lugar donde esconderlo puesto que, en cuanto abandonara la casa para ir a trabajar, Juani podría entrar para robarle el batidor. ¿Qué otra intención podía mostrar la profunda turbación en la que su vecina se había sumido?
Aquella noche, el batidor no reposó colgado en el gancho en la cocina, sino bajo la almohada de Lucía. Aquel empezó a ser el lugar habitual para Tití. Las noches de Lucía fueron cálidas y relajantes, no volvió a necesitar las pastillas para dormir, porque abrazada a Tití y oliendo los aromas que lo impregnaban se sumía en un dulce sueño, con Tití descansando entre sus senos.
Su vida se había vuelto placentera, no había nada fuera de su hogar que la llamara y por eso, cuando recibió la carta en la que le comunicaban que le había sido concedidas unas vacaciones en Benidorm, en lugar de alegrarse se molestó. ¿Qué se le había perdido a ella en Benidorm? Lo primero que se le ocurrió fue renunciar, pero no le pareció correcto después de la reclamación que había presentado el año anterior, cuando se lo concedieron para después enviarle una carta diciendo que no había sido más que un error.
El primer problema que se le planteó fue qué hacer con Tití. La mejor opción parecía ser meterlo en la maleta, sin embargo la posibilidad de que en el aeropuerto le hicieran abrir el equipaje y se lo confiscaran por incurrir en alguna de aquellas absurdas normas de seguridad, la aterrorizaba. Dejárselo a la vecina: imposible. Después de la cara que puso cuando lo vio no iba a servírselo en bandeja. Aquella noche le costó conciliar el sueño, imaginó mil escondites hasta que a la mañana siguiente todo le pareció más fácil. Siempre le acostumbraba a ocurrir lo mismo, por las noches las cosas parecían montañas insalvables y de día todo se resolvía con facilidad. Puso a Tití en su bolsa, lo envolvió con un plástico de embalaje y lo deslizó por un hueco detrás de los armarios de la cocina. Allí no lo encontraría ni la vecina, ni el más avispado ladrón. Ligera al fin de preocupaciones preparó su maleta y subió al taxi que pasó a recogerla a las cinco de la mañana. Total, se decía, una semana pasa volando.
A Lucía no le gustaban los aviones, no es que tuviera miedo, pero sintió un profundo alivio cuando se vio al fin en la habitación del hotel. Salió a la pequeña terraza que daba a las piscinas y el calor del Mediterráneo la aturdió hasta tal punto que decidió permanecer en el interior hasta que refrescara. Puso en marcha el televisor y sacó la labor de ganchillo que había traído en una bolsa para entretener las horas largas, como ella llamaba a las primeras horas de la tarde.

Lucía no supo nunca quién había sido el guarro indecente que había utilizado aquella habitación antes que ella. Igual podía haber sido un hombre solo que deseara entretenerse con marranadas, o alguna cerda asquerosa que disfrutara con imágenes obscenas o una pareja de desvergonzados que no conocían el significado de la palabra honestidad ni decencia. Lo cierto es que el televisor estaba sintonizado en un canal de muchas X. La crudeza de las imágenes y los gemidos y suspiros que se oyeron ofendieron la sensibilidad de Lucía, pero cuando se le cayó el ganchillo de las manos y se le saltaron las lágrimas fue al ver lo una mujer estaba haciendo con un batidor como el suyo. Ni en sus peores sueños podía imaginar algo más perverso. Dónde vamos a llegar, se dijo, si los jóvenes ya no respetan nada. 

Mírame cuando te hablo


MÍRAME CUANDO TE HABLO

—¿Me estás escuchando?
—Si… claro que te escucho.
—Javier, por favor, mírame cuando te hablo.
Aparté la vista de la pantalla. Siempre que me llama Javier, la cosa va en serio.
—¿Por qué no contestas?
—Lo estaba pensando.
—¿Y?
Sonreí. Supongo que mi sonrisa fue amplia y tranquilizadora, porque Marta se echó en mis brazos.
—¡Oh, Javi¡ ¿Esa sonrisa quiere decir que sí? Qué feliz soy, tenía tanto miedo de que no quisieras. Llevo días dándole vueltas y no sabía cómo decírtelo.
La abracé, la besé y la cagué. Ni por un momento se me ocurrió preguntar de qué hablaba, a fin de cuentas yo iba a estar de acuerdo con cualquier cosa que Marta propusiera. Lo mismo me daba que estuviera sugiriendo un viaje a la otra punta del mundo, como decorar de nuevo la cocina o cambiar de coche. Supuse que todo era cuestión de esperar. Tarde o temprano Marta repetiría su propuesta y yo tendría tiempo para adaptarme. Cualquier cosa antes que admitir que no me había enterado de nada.
—Quiero pedirte una cosa, dirás que soy rara, pero me gustaría que no volviéramos a hablar de esto. Por favor, no digas nada más —me dijo sellándome los labios con el dedo—. Quiero que no lo volvamos a nombrar hasta que llegue el momento. ¿Vale? Dejemos que las cosas vayan por sí solas.
—De acuerdo —respondí encantado. Nada me apetecía más que dejar en el olvido aquella conversación para regresar de nuevo a la pantalla del ordenador.
Siempre he oído decir que el amor es ciego, pero no es cierto, lo que es ciega es la felicidad. Yo era feliz. Mi vida, nuestra vida, era confortable como un líquido amniótico. No voy a daros la lata contando nuestros viajes, las cenas románticas o algunas intimidades. Solo quiero dejar constancia de que no deseaba nada que no tuviera y más tarde, cuando todo acabó, no podía poner los ojos en alguna foto de aquella vivienda minúscula, en algún objeto comprado en un país exótico, en una entrada de teatro, vieja y arrugada, que apareciera en el fondo de un bolsillo o en un libro que hubiéramos leído a medias, sin que se me saltaran las lágrimas. Yo creía que estábamos blindados contra ataques externos, que nuestra dicha era de piedra picada y que nada ni nadie podía a acabar con ella, pero no era así, alguien acechaba en la oscuridad del limbo esperando el momento adecuado para destrozarla.
Soy programador informático y, durante aquel tiempo que pasé en el edén, trabajaba en una empresa familiar, próspera y con futuro. A Marta nunca le vi defectos. Era, y sigue siendo, guapa, cariñosa, alegre e inteligente. Por entonces trabajaba en un hospital privado —es médico analista y está especializada en enfermedades de médula—, por lo que no tenía que soportar guardias ni horarios extremos. Nos dábamos una buena vida, sin lujos, pero concediéndonos los caprichos que nos apetecían y yo, ciego y sordo, no vi venir los nubarrones de tormenta ni mucho menos intuí el chaparrón que se avecinaba.
Quizás lo hubiera advertido si hubiera estado más atento a la cara embelesada de Marta cuando algún amigo descorchaba una botella de cava para celebrar que iba a aumentar su familia o al acudir a una clínica, cargados con un enorme peluche, para felicitar a unos nuevos papás. Unos amigos que rápidamente desaparecían de nuestra agenda, pues ya no vendrían a pasar con nosotros los fines de semana en la nieve, ni compartirían los trayectos por la selva o los chapuzones en la aguas turquesas del trópico. Aquella pareja dejaba la categoría de amigo para pasar a la de examigo, pues cuando te los volvías a encontrar ya no había nada que pudieras compartir. El mundo de los nuevos padres se convertía automáticamente en una secuencia de visitas al zoo, parques de atracciones y espectáculos de circo.
Cada vez que un bebé caía en sus brazos, Marta babeaba de gusto. Se hacía fotos con ellos y se empeñaba en que yo también los cogiera, los arrullara y alabara la hermosura de aquella criatura llorona y maloliente. No me rebelé, en ningún momento se me ocurrió aclarar las cosas para que Marta supiera que los niños nunca me habían provocado el más mínimo sentimiento de ternura. En realidad, si la obedecía, tan solo lo hacía por la satisfacción de verla contenta. Ni siquiera presentí el peligro que me acechaba cuando Marta se interesaba por las minucias de embarazos y partos. Siempre supuse que era la deformación profesional lo que la llevaba indagar sobre detalles que a mí me repugnaban profundamente y que, por pudor, habría sido mejor que la interesada los hubiera mantenido ocultos. No capté el mensaje implícito que había en todo ello y en ningún momento se me ocurrió pensar que en su cabeza se estuviera formando la descabellada idea de que entre nosotros hacía falta alguien más, alguien que tuviera poder para destruir nuestro mundo y desgraciar cada uno de los segundos que nos quedaban de vida.
Aquella extraña conversación se borró de mi memoria en cuanto regresé a la pantalla del ordenador y solo cuando Marta me llamó para cenar, me di cuenta de lo mucho que se había esforzado en preparar una cena romántica con velas, flores y todo ese rollo.
—Esta noche va a ser algo especial.
Preocupado, repasé fechas por si se me había olvidado algo. Ni santo ni cumple ni aniversario ni nada… que yo recordara.
En cuanto vi a Marta con un diminuto camisón, o negligée o como se llamen esas sedas medio transparentes, se me olvidaron las preocupaciones y aproveché la ocasión sin ningún reparo.
Aquellos arrebatos de seducción estilo Hollywood duraron un par de semanas. Marta y yo hicimos el amor todos los días y ni que decir tiene que el asunto no me preocupó hasta que una tarde, al regresar del trabajo, la encontré llorando como una magdalena.
—Me ha venido la regla —dijo llorando a moco tendido.
—¿Te preparo una infusión? —pregunté suponiendo que era víctima de uno de esos dolores abdominales de los que tanto se quejaba.
—No comprendo por qué no me he quedado embarazada.
Se me heló la sangre. ¿Embarazada? ¿Era eso lo que la había llevado a esos arrebatos de pasión? Respiré aliviado, uff. Salvado por la campana.
—Mejor, Marta, mucho mejor. Somos jóvenes y podemos esperar —dije con una sonrisa tranquilizadora mientras pensaba estrategias para posponer eternamente una idea tan descabellada.
—No te fallaré, Javi, serás padre, te lo prometo.
No hubo manera de convencerla de que no había nada más alejado de mis deseos que andar cambiando pañales. Marta, segura de que lo único que yo quería era consolarla, no creyó ni una de mis palabras y juró y perjuró que tarde o temprano tendríamos la felicidad de llenar nuestro hogar de cunas y papillas, que pasaríamos los fines de semana en el zoo, que correríamos a urgencias presos del pánico un par de veces al año, que departiríamos muchas tardes con una serie de maestros y psicólogos y que, algún día, un adolescente borracho destrozaría nuestro coche chocando contra una pared.
La naturaleza se puso de mi parte y las sesiones mensuales de lágrimas se sucedieron. También se repitieron las noches de seducción, pero tengo que admitir que me sumergía entre sus muslos con más miedo que deseo. Pasó el invierno y me fui tranquilizando, el embarazo no llegaba y, aunque Marta había perdido la alegría y la veía llorar a lágrima viva cada vez que la naturaleza le demostraba que su vientre iba a seguir siendo plano, yo me consolaba pensando que si la llevaba de vacaciones a Japón recobraría la ilusión y se olvidaría de quimeras absurdas.
La primera indicación de que Marta no se rendía llegó por medio de una médico naturista, amiga de una amiga. En cuanto la médico entró en nuestras vidas ya no pudimos volver a hacer el amor cuando nos apetecía. Dejamos de perseguirnos por la casa, arrancándonos la ropa y tirándola por el pasillo. No volvimos a acostarnos con botellas de champán en la mesilla de noche, con cuencos de chocolate y nata o helados de vainilla. No volvimos a amanecer con unos sostenes colgando de la lámpara. En nuestras vidas, el amor se convirtió en una experiencia casi mística que estaba regida por temperaturas basales, ejercicios de relajación, velas de vainilla y flores de Bach. Necesitábamos música de Mozart, era imprescindible disponer el cabecero de la cama orientado hacia el norte y en cuanto el acto reproductor acababa, tenía que coger a Marta por los pies y ponerla boca abajo durante diez segundos. Nada menos estimulante para mantener viva la pasión.
La naturaleza siguió de mi parte y Marta continuó llorando desconsolada con periodicidad matemática.
—Debemos ser lógicos, Marta —le dije una tarde en la que me pedía perdón, entre hipos, por no ser capaz de hacerme padre—. Escuchemos el mensaje que nos envía la naturaleza, es mejor que abandonemos el proyecto.
—He pedido hora al doctor Martín, de reproducción asistida, me hará una revisión completa.
En ese momento fui yo el que tuvo que reprimir las lágrimas. Reproducción asistida. ¿Qué nuevas torturas impondría el doctor Martín a nuestras, ya de por sí, tristes relaciones?
Al día siguiente Marta regresó del trabajo con una sonrisa de oreja a oreja.
—El doctor Martín me ha hecho una revisión. Estamos esperando los análisis pero dice que no ve en mí ningún motivo que me impida ser madre — dijo con voz triunfante.
Odié al doctor Martín a partir de aquel mismo momento, porque ya casi podía predecir lo que oiría a continuación.
—El doctor Martín quiere verte a ti.
Lo sabía. Ese gilipollas de doctor Martín quería reírse de mí. Pues me verás, doctor Martín, nos veremos las caras y no te atrevas a meterte conmigo, medicucho de pacotilla.
—Pero no pongas esa cara, solo quiere analizar la cantidad de espermatozoides vivos de cada eyaculación.
¿Por qué no me negué? Podría haber puesto las cartas sobre la mesa y jurar por lo más sagrado que no deseaba hijos, que lo único que deseaba era recuperar a mi mujer y volver a ser feliz como antes. Sin embargo, los hijos son tan puñeteros que te hacen la vida imposible aunque no los tengas y la única forma que se me ocurría de recuperar a Marta era tener el dichoso niño y esperar a que nuestra vida se recobrara, con heridas, pero recobrada a fin de cuentas.
En cuanto el doctor Martín y yo nos conocimos supe que el odio era mutuo. Aquel médico, embutido en la majestad de su bata blanca, pertrechado tras el escritorio y camuflado tras las gafas, me miró con una sonrisa de sorna que decía: ya verás la que te espera. A pesar de que mi único deseo era darle un puñetazo en aquella boca sonriente y babosa y dejarlo KO sobre la alfombra, me dejé observar y manosear en mis partes más íntimas, sin oponer resistencia y más tarde me encerré en el consabido cuartucho blanco para abandonarme a prácticas que me remontaron a la adolescencia. No quise abrir las asquerosas revistas amontonadas sobre la mesita, me repugnaba imaginar otras manos que se habían aventurado por entre las páginas llenas de tetas y culos. ¿Saben con qué me excité para llenar el tubo de ensayo hasta los topes? Me imaginé rompiéndole la cara al doctor Martín, desnudándolo a bofetadas y dándole por el culo hasta que se le saltaban los ojos. Eso fue lo que pensé mientras le daba al manubrio.
Fuimos juntos, Marta y yo, a recoger los resultados. Marta con una sonrisa beatífica, tomando mis manos entre las suyas y mirándome a los ojos con dulzura.
—Pónganse cómodos —dijo el doctor Martín—, sé que no va a ser agradable lo que voy a decirles, pero no teman, hoy la ciencia puede solventar las cosas.
De cómodo nada, yo estaba empezando a apretar los puños y creo que el médico lo vio, porque dejó aflorar una sonrisa maléfica.
—Esto no tiene nada que ver con su hombría Javier, tan solo se trata de que sus espermatozoides carecen de la velocidad suficiente como para alcanzar el óvulo y fecundarlo. Es un problema muy frecuente en estos tiempos. Hay estudios que lo achacan a la contaminación, otros dicen que es por una excesiva exposición al sol, también podría ser por las radiaciones a las que nos exponemos en los viajes en avión…
Ya no seguí escuchándole. ¿Quién era él para dictaminar sobre la calidad de mis espermatozoides? Anda, enséñame los tuyos, estuve a punto de decirle. Los ponemos juntos y hacemos apuestas a ver cuál corre más.
—…Inseminación artificial —fue lo siguiente que pude oír— Nuestro banco de esperma es de total confianza, nuestros donantes son jóvenes sanos y la donación es totalmente anónima.
Marta salió de la consulta exudando satisfacción. Se tomó el día libre y me llevó a comer en un buen restaurante. Durante la comida intenté disimular la angustia que sentía, no porque me sintiera humillado, sino porque estaba seguro de que el donante joven, sano y anónimo tendría éxito.
Acompañé a Marta el día de la inseminación. El doctor Martín me preguntó si deseaba estar presente y le dije que sí. No es que me apeteciera, pero temía que si no iba, Marta se ofendiera. Le cogí la mano mientras alguien andaba hurgando en sus intimidades para realizar una función que me hubiera correspondido a mí, pero que, llegado a aquel punto, ya casi prefería que lo hiciera otro.
El doctor Martín me miró con una sonrisa aviesa y desapareció tras un biombo. Me lo puedo imaginar en una cámara llena de una neblina blanca, leyendo las etiquetas de los tubos de ensayo y echando mano de uno con una calavera y dos tibias cruzadas, para alertar de que se trataba del esperma de un tarado, un caso patológico que debían mantener apartado para hacer estudios sobre la perversión congénita.
Durante el embarazo nuestras relaciones no mejoraron: desaparecieron. Marta se dedicó a pasear su tripita, bañar su tripita, poner crema hidratante a su tripita, fotografiar su tripita, acariciar su tripita y yo quedé relegado al tercer lugar. Es duro pasar del primero de la casa a ser el tercero: primero el bebé y segundo la madre. Yo parecía haber cumplido ya con mis funciones, aunque en realidad no había cumplido con ninguna de ellas, por eso me veía obligado a hacer méritos todos los días. Si ese que deformaba el cuerpo de mi mujer era mi hijo, lo había decidido una cuestión de suerte, una especie de sorteo especial sin niños de San Ildefonso. El doctor Martín habría podido coger cualquier otro tubo de ensayo, pero… fue aquel. Alea jacta est.
Tengo que admitir que a pesar de todo, durante los nueve meses que duró la espera, desarrollé al fin algo parecido a la ilusión. Tanto me habló Marta de nuestro hijo que empecé a esperarlo con una cierta alegría. Supuse que en cuanto lo viera se me despertarían los mismos sentimientos de ternura que había visto en mis amigos, ¿o ellos también fingían?
Le hicieron cesárea, así que no pude estar a su lado, cogerle la mano durante el parto y aunar nuestras lágrimas de emoción cuando depositaran sobre la madre al manojo de carne sangrante al que debía admirar como lo más hermoso del mundo. Simulé ser un buen padre, anduve y desanduve el pasillo, salí al patio a fumar y esperé, bastante nervioso hasta que una enfermera me anunció que, muy lejos de acabar, nuestros problemas habían empezado.
Cuando vi a mi hijo por primera vez, la madre ya estaba en la habitación, pálida y ojerosa, pero con una sonrisa de triunfo y tengo que decir, aunque nadie me crea, que tuve la sensación de que el niño se parecía sospechosamente al doctor Martín ¿Sería su repugnante semen el que había fecundado a mi amada? Nunca lo sabré, aunque no me extrañaría.
Decían que el bebé sonreía cada vez que yo me acercaba a la cuna, creo que no sonreía, creo que se carcajeaba mientras tramaba torturas. Parece como si un niño tan pequeño no tuviera herramientas para martirizar a sus padres ¿verdad? Pues las tiene, y muchas.
Empezó a llorar desde el mismo momento en que llegamos a casa. Nada. Nada era capaz de calmarle, ni el color relajante de las paredes, ni la música de Mozart, ni el DVD con el corazón de su madre, no había nada que le hiciera callar. Berreaba día y noche. Cuando algunas veces parecía calmarse, tan solo estaba esperando pacientemente a que empezáramos a dormir para poner de nuevo en marcha la sirena.
Pero no se trataba tan solo del llanto, no era cuestión de esperar a que sus biorritmos se adaptaran, la verdad es que aquel era un niño perverso, diabólico, como el del exorcista. Me ha costado decirlo, nunca antes me había atrevido, pero ya que estoy sincerándome no voy a dejar ni una palabra escondida en el fondo de mi alma, diré lo que pienso a pesar de que mi conciencia se resienta por ello: odiaba a aquel niño.
 Visitamos médicos pediatras que después de electroencefalogramas y análisis nos anunciaron que teníamos la fortuna de ser padres de un niño totalmente sano, que si lloraba, no comía, vomitaba, tenía diarreas o estreñimiento era solo por el placer de fastidiar a sus padres.
Durante el permiso de maternidad, Marta se armó de paciencia, hizo lo posible por mantener una artificial atmósfera de alegría pero yo la veía cada día más desmejorada, con los nervios a flor de piel y unas ojeras moradas bajo los ojos. Yo intentaba ayudar acunando al niño hasta que parecía dormirse y entonces me deslizaba en la cama con sumo cuidado, pero el muy sinvergüenza me estaba vigilando y no hacía más que rozar la almohada con la cabeza, cuando empezaba a chillar de nuevo, como si fuera una ambulancia en servicio de urgencia.
Nuestros amigos empezaron a evitarnos, el niño no mejoraba con el paso del tiempo, sino que muy al contrario. Conforme iba creciendo, las herramientas que tenía a su alcance eran mayores y más mortíferas. Cuando Marta regresó al trabajo, la cosa empeoró. Ningún canguro quiso hacerse cargo del pequeño monstruito. Contratáramos a quien contratáramos, tanto si era una centroamericana a la que engatusábamos con la promesa de papeles, seguro y permiso de residencia, como si era una marroquí desesperada, o una autóctona, nadie soportaba a aquel energúmeno. Al fin, tras mucho discutir, Marta cogió una excedencia hasta que el niño fuera a la guardería. Ahí empezó otro calvario. A los dos días de asistir al jardín de infancia, nos llamaron para darnos los tan temidos consejos educativos. Fue inútil. El siguiente paso lo dimos consultando a un psicólogo tras otro, y mientras unos nos aconsejaban mano dura y unas normas rígidas, otros nos hablaban de la necesidad de rodear al niño de una atmósfera de calidez y esperar a que madurase como si fuera una pera.
Tras algunas tentativas, los padres de los otros niños dejaron de invitar a nuestro hijo a las fiestas de cumpleaños, ya que con el tiempo desarrolló una fuerza con la que machacaba la cabeza de cualquiera que se interpusiera en su camino, se liaba a patadas con los muebles y mordía a cuantos se acercaban para sujetarle.
En casa la tensión fue en aumento hasta hacerse insoportable y un día, después de recibir todo tipo de improperios y acusaciones por el mal comportamiento del niño, Marta me echó a la calle y pidió el divorcio.
Me trasladé a un piso pequeño y oscuro, dejé de viajar, porque la mayor parte de mis ingresos se la llevaba la pensión que le pasaba a Marta y me dediqué a pasear y leer, fin de semana sí y fin de semana no, porque cuando me tocaba niño, aquellos dos días los pasaba en pie de guerra, esperando con ansia que llegara el momento en el que pudiera entregarlo de nuevo a su madre.
Lo que más me dolía era ver a Marta cada día más flaca, con los ojos hundidos, triste y encorvada. Yo seguía queriéndola, sabía que detrás de toda aquella tristeza estaba Marta. Mi Marta. La Marta que yo añoraba y que aquel cabrito me había robado.
El día en que nuestro hijo cumplió los dos años fui a casa para compartir el pastel y llevarle un regalo. Marta abrió la puerta, depositó dos castos besos en mi mejilla y me hizo pasar al salón con una alegría renovada.
—Me voy seis meses a Nueva York. Me han ofrecido una beca para un curso de especialización en un hospital.
Me quedé de piedra. ¿Se llevaría al energúmeno?
—Tendrás que hacerte cargo del niño durante este tiempo, si quieres puedes trasladarte aquí, la casa es más grande, te dejo la asistenta, teléfonos para que contrates canguros y te llamaré todos los días.
¿Seis meses con el niño? Día y noche. ¿Seis meses entre los que se incluía las vacaciones de semana santa y el final de curso? Seis meses… No lo podía creer.
—Me voy dentro de diez días, tengo todo preparado y no hay vuelta atrás —dijo Marta antes de que pudiera abrir la boca para protestar—. Comprenderás que para mi carrera es una gran oportunidad y seis meses no es nada.
Aquellos diez días pasaron a una velocidad increíble, apenas si tuve tiempo de trasladar mis cuatro trastos a mi antiguo hogar y despedir a Marta, que salió apresuradamente por la puerta arrastrando con ella dos maletas y sonriendo con evidente alivio. Me quedé sentado en el sofá, el niño se sentó en una banqueta frente a mí, mirándome con una mueca aviesa.
Acabamos la semana como pudimos. Marta llamó desde Nueva York y se me saltaron las lágrimas cuando oí su voz alegre y cantarina, como la de unos años atrás. Le pasé el teléfono al niño que se puso a dar berridos en el auricular hasta que su madre colgó.
Me sentía hundido, no tuve ánimos ni para protestar cuando vi al niño pintando los cojines blancos del sofá. Hice un intento de arrebatarle los rotuladores, pero se puso a gritar y volví a dárselos. Me quedé viendo como espachurraba los rotuladores sobre la tela, una seda salvaje que Marta y yo habíamos comprado con tanta ilusión. Me puse en pie de un golpe y sujeté sus manos con una fuerza excesiva. El niño pareció asustarse, pero pronto recuperó la voz y empezó a chillar de nuevo. No podía más. Si aquel energúmeno no podía vivir en una casa decorada con cierto gusto, estaba dispuesto a guardar los muebles en un guardamuebles y comprar mesas y sillas de plástico. 
Sin hacer caso de los berridos, le puse la chaqueta y lo arrastré hasta el coche. Con la música a tope conduje hasta la puerta de IKEA y para cuando llegué, tanto él como yo estábamos histéricos. Ni en broma me metía yo en aquella tienda llena de objetos frágiles con el niño de la mano, así que me dirigí directamente a la guardería. Sabía que no estaría mucho tiempo allí, antes de que hubiera acabado las compras ya me estarían llamando por megafonía para que regresara a recogerlo, porque se estaba cargando a todo bicho viviente.
Debía de ser un día de ofertas, porque una aglomeración de padres, madres, abuelos y canguros, llevando de la mano angelitos más o menos alborotadores, atestaba la puerta. Temía que me dijeran que el cupo estaba completo y no podían quedarse con mi retoño, así que me colé y, atropellando a todos, empujé al niño hacia el interior de aquel cubículo lleno de toboganes y bolas de plástico, donde una joven muy amable le colgó al cuello un cartel de plástico con un número tres. Era tal la confusión que ni siquiera se acordó de pedirme el carnet de identidad y, con la ilusión de disponer de algún tiempo para mí, me alejé de aquel griterío.
No había dado más que unos pasos, cuando vi la figura inconfundible del doctor Martín. También él llevaba a su hijo de la mano. Debía de tener más o menos la edad del mío, pero solamente con verle te dabas cuenta de que aquel era un tesoro. El niño se mantenía junto a su padre, esperando a que éste le diera permiso para entrar, le dio un beso en la mejilla y le dijo adiós con la manita mientras se adentraba en la guardería y empezaba a jugar con una niña; nada que ver con el mío, que acababa de entrar y ya estaba atizando con las bolas a cuantos se ponían a tiro.
—Jodío —me dije—, te has quedado el bueno y me has endilgado al otro. ¿Será posible?
El doctor Martín ni siquiera me vio, pasó por mi lado sin reconocerme y desapareció por los pasillos de la tienda. Me senté en una silla de terraza de un expositor y estuve mirando los niños. El mío se ensañaba con un chavalin mucho más pequeño que él, mientras el del doctor Martín montaba un castillo con unas piezas de espuma.
No podía apartarme de allí, la imagen del doctor Martín y su idílica estampa familiar me perseguía. Ni siquiera era capaz de estar sentado, los ojos se me iban detrás de aquella preciosidad: pelo oscuro y liso, ojos castaños, cara redonda… ciertamente, los dos niños se parecían mucho.
Observé cómo se balanceaba el cartel con el número tres que mi hijo llevaba colgado del cuello. El hijo del doctor Martín llevaba un ocho. Parece que haya dejado el paraguas a la entrada del teatro, me dije, qué cutres. Llevaba en el bolsillo un rotulador negro y convertí el tres del resguardo en un ocho perfecto. Nadie hubiera sido capaz de percatarse del cambiazo, en caso de que alguien se hubiera tomado la molestia de mirarlo con detenimiento, cosa que no ocurrió.
—Vengo a recoger a mi hijo —dije, aparentando tranquilidad
—¿Cuál es su número?
—Es este, el ocho —dije mientras alzaba al vuelo aquel tesoro y hacía entrega del resguardo.
El niño me sonrió complacido.
—Ven, te compraré unas chuches.
Por un momento temí que se pusiera a llorar, pero el niño se cogió de mi mano, sin mostrar ningún recelo y empezó a dar saltos de alegría.
Todo ha sido fácil, a la mañana siguiente fui al parvulario para darle de baja, cosa que hizo feliz a la plantilla del jardín de infancia en su totalidad. Le he cortado el pelo con mi maquinilla y nos hemos trasladado a una casa que tienen mis padres en el Pirineo. He pedido una reducción de jornada y ahora trabajo desde casa, lo cual me deja un montón de tiempo libre para pasarlo con el niño. Poco a poco se ha ido adaptando a mí. Ya casi no llora e incluso empieza llamarme papá. Yo diría que se le está olvidando su antigua casa. Cada día habla más claro y es graciosísimo. Tengo tantas ganas de que regrese su madre.
—Ya verás la sorpresa que te vas a llevar —le dije el otro día por teléfono—. El niño está cambiadísimo. Ha crecido mucho y se le ha aclarado un poco el pelo, debe ser del sol. Estoy deseando que vuelvas, Marta. Te echo tanto a faltar. Ya verás lo felices que seremos los tres.





Manjares exquisitos

MANJARES EXQUISITOS

Jamás he estado tan unida a nadie como a mi tío Daniel. Es tal la intimidad a la que hemos llegado que más de una vez me miro en el espejo y me pregunto si lo que veo me pertenece o no es más que el reflejo de mi tío. Aunque lo cierto es que tan solo lo he visto dos veces. De la primera guardo un recuerdo brumoso y la segunda ni siquiera lo reconocí y, lo más curioso, tan grande había sido el cambio que se había producido en su aspecto, que mi madre, que lloraba y suspiraba pensando en su hermano, día sí y día también, se confundió y ni siquiera fue capaz de darle el trato que le correspondía.
Aunque en casa se hablaba poco de tío Daniel, yo conocía su existencia. Se pierde en la nebulosa de los recuerdos infantiles, lo mucho que lloraba mi madre y chillaba mi padre cada vez que su nombre salía de los labios de alguno de mis progenitores.
—Los rojos no tienen derecho a la vida —decía mi padre—. Hemos sufrido mucho, hemos padecido hambre y miseria hasta limpiar el mundo de ese hatajo de asesinos.
—Tranquilo, Avelino —decía mi madre—, no te alteres. El corazón, recuerda lo que te dijo el médico.
En cuanto mi padre se ponía a gritar, mi madre le recordaba que su corazón no aguantaba disgustos y yo me parapetaba detrás del sofá, pues estaba segura de que el corazón de mi padre estallaría de un momento a otro y ya imaginaba la sangre chorreando por las paredes.
—Si fui voluntario a Rusia, fue para acabar con la inmundicia roja.
—Calla por Dios, la niña —advertía mi madre, mirándome como si deseara que yo desapareciera.
—Ya va siendo hora de que la niña se entere de quién es su padre. Un hombre de verdad, un valiente que no tembló cuando se inscribió en la División Azul para perseguir a los enemigos de la libertad en su propia guarida.
Por entonces para mí el mundo se dividía en buenos y malos. Los buenos éramos nosotros, capitaneados por el valiente de mi padre; los malos eran los rojos, que vivían en Rusia, donde habían asesinado a los curas, quemado las iglesias y torturado mujeres y niños. Sin embargo, no logro explicarme por qué, no acababa de sentir el orgullo que debiera, quizás fuera porque mi padre era el primero que se ponía rojo como un tomate cada vez que hablaba de la cruzada por la justicia y la libertad, o quizás porque mi madre defendía a su hermano y lloraba como una Magdalena.
—Pero, Avelino, si mi hermano no tenía más de ocho años cuando terminó la guerra ¿cómo quieres que fuera un asesino?
—Tu hermano es un ingrato que no tiene derecho a la vida. Demasiada paciencia gasta nuestro Generalísimo con gentuza como él. Maldita la hora en que lo recomendé al director del ABC. “un periodista joven y adicto al régimen”, le dije. Menuda vergüenza pasé cuando tu hermanito escribió aquel artículo sobre la demostración sindical. Un idiota, un payaso, eso es lo que es. Si hasta los perros lamen la mano que les da de comer.
—Es joven, Avelino, ya cambiará, dale tiempo.
—¿Tiempo? En un campo de concentración lo metería yo hasta que se arrepintiera de lo que ha dicho y del daño que ha hecho a mi carrera. Sinvergüenza. Yo que he ido…
Y dale, de nuevo con la División azul y la lucha contra los rojos y el descontrol que había en tiempos de la república y el hambre que pasó antes de la guerra y el hambre que pasó durante la guerra y el hambre que pasó en el viaje a Rusia y el hambre que pasó en Rusia… Porque mi padre siempre hablaba de comida. No quiero decir con eso que fuera un sibarita, no, que va, mi padre era de judías con chorizo, pero eso sí, un buen plato. Sin embargo, yo era de poco comer, era tan melindrosa y lenta que le sacaba de quicio y lograba que perdiera la paciencia.
—¿Qué la niña no quiere lentejas? Pues guárdaselas para la cena y que no coma nada hasta que rebañe el plato. Si hubiera vivido la guerra…
Y a vueltas con el tema. No le oí hablar más que de la División Azul y de comida hasta el día en que entre mi tío Daniel y yo lo enviamos al otro mundo, pero de eso ya hablaré más tarde.
No había cumplido aún los seis años la noche en que mis padres discutieron como nunca lo habían hecho. El motivo fue como siempre el tío Daniel. En cuanto mi padre empezó a vociferar me encerré en la habitación, temía que en cualquier momento su corazón estallara y me quité de en medio. Los gritos de mi padre retumbaron en las paredes y a pesar de taparme la cabeza con la almohada y ponerme unos calcetines en las orejas, me asusté. No sabía qué partido tomar, la angustia que sentía me produjo dolor de estómago y para colmo me empezaron a brotar las lágrimas sin que pudiera hacer nada por contenerlas. Estuve contando de dos en dos para distraerme, sin embargo me enteré de que mi tío Daniel se iba muy lejos, a las Américas, dijo mi padre. Yo por entonces no sabía dónde quedaba eso, aunque sí sabía que un océano grande, oscuro y peligroso estaba de por medio.
Me quedé dormida sin llegar a comprender lo que ocurría y me sorprendí cuando me despertó mi madre con la noticia de que no iría al colegio. No pregunté, pero supe que algo importante estaba ocurriendo, y más al ver que me ponía el vestido de los domingos, el gorrito marinero y los guantes blancos. Sin darme más explicaciones, me cogió de la mano y bajamos andando hasta el puerto.
Cuando recuerdo aquella mañana, me parece extraño que mi madre se arriesgara a llevar consigo una niña, que tarde o temprano se podía ir de la lengua, en lugar de ir sola a despedir a su hermano. La única explicación que le encuentro a esta decisión tan arriesgada es que no le debió de parecer decoroso que una mujer joven bajara sola por el paseo del puerto a unas horas en que las calles estaban tan solo ocupadas por los últimos borrachos, marineros y mujerzuelas que aún no se habían recogido, y llevar de la mano una niña salvaba su buen nombre.
–Vamos a despedir a tu tío Daniel —dijo mi madre con una voz que no reconocí, me pareció extraña, quizás debido a la emoción o al frío intenso.
El cielo estaba encapotado y, mientras caminaba, intentaba golpear los charcos con los pies para salpicar a cada paso un agua gris y helada, producto de la lluvia nocturna o de las mangueras de riego, que barrían hojas podridas, barro y ve a saber qué porquerías.
Empecé a tiritar en cuanto llegamos al puerto, no solo por culpa del frío sino también por el miedo que me producía conocer a un rojo, asesino de niños.
En cuanto mi madre distinguió a su hermano entre el gentío que esperaba para embarcar, lo estrechó entre sus brazos mientras yo cerraba los ojos y me escondía tras sus faldas, esperando que el tío Daniel no se percatara de mi existencia.
—María ¿no le das un beso a tu tío?
—No —respondí, mientras me escudaba aún más tras mi madre.
—Ven aquí, muchacha —dijo el tío Daniel cogiéndome en brazos.
Aterrada abrí los ojos y me llevé la impresión mayor de mi vida: el tío Daniel no era rojo, tenía el pelo oscuro y la cara muy pálida, como si estuviera enfermo. Sin embargo, lo mucho que mi padre había despotricado de él, me obligó a apartarme al momento y limpiarme los rastros del beso con la manga. Aunque no volví a mirarlo, me quedó grabada la imagen de un hombre muy viejo. Sé que no lo era, pero por entonces para mí todo el que tuviera más de quince años era un anciano. También me pareció alto, aunque tampoco puedo asegurarlo, pues todos, excepto mis compañeras del colegio, me parecían enormes.
El tío Daniel y mamá estuvieron hablando hasta que las sirenas del barco provocaron la alarma general. Lágrimas, gritos y abrazos se desataron por todo el malecón y mamá empezó a forcejear para que tío Daniel cogiera un fajo de billetes que sacó de su bolso. Tras mucho discutir, logró metérselos en el bolsillo de la gabardina y se quedó diciendo adiós con la mano a la figura que se alejaba en dirección a la pasarela. Aquella fue la imagen que quedó grabada en mi memoria, el tío Daniel alejándose con una enorme maleta desvencijada y atada con cuerdas.
—Cuídate y escribe —gritó mamá.
—Escribiré, no te preocupes por mí. Más miedo me das tú que tienes que aguantar a ese fascista. Si las cosas van mal coges a la niña y te vienes conmigo. Te juro que no te faltará de nada.
Antes de regresar a casa fuimos a desayunar a una granja, mi madre pidió para mí una taza de chocolate, un plato de nata y una ensaimada. Ella se limitó a dar vueltas a un café sin llevárselo a la boca; tenía los ojos rojos y le temblaba la barbilla. Al cabo de un rato carraspeó y habló con una voz tan baja que tuve que acercarme a ella para comprender sus palabras.
—María, no hables con tu padre de lo que has visto ni oído hoy. Por favor, que no se te escape ni una palabra.
Aquella fue la primera vez que mi madre y yo compartimos un secreto. Unos secretos que con el tiempo se irían haciendo más profundos y nos envolverían en un mundo que tan solo nos pertenecía a nosotras.
Después de la partida de tío Daniel, mi padre se tranquilizó un poco. Tan solo se alteraba con algunas noticias de la radio, con los discursos del Caudillo y cuando yo dejaba comida en el plato.
—Lo que se pone en el plato, se come.
Pasaron unos meses, no sé cuántos, pero debía de estar ya muy avanzada la primavera, porque recuerdo que yo llevaba manga corta y teníamos las ventanas abiertas, así que no tuve dificultad para oír el timbre de la puerta. Eché a correr, pero mi padre se adelantó, recogió un paquete que le entregó un muchacho, firmó un albarán, miró el remitente y lo tiró al cubo de la basura.
En cuanto mi madre regresó de la compra, aproveché la recién estrenada complicidad que nos unía para conducirla hasta el cubo de la basura.
—Es un paquete que envía tu tío Daniel —gritó—. Viene de Buenos Aires.
Aguanté la respiración mientras mi madre cortaba el bramante que lo sujetaba; esperaba que dentro hubiera una muñeca, pero lo que mi madre sacó de la caja fue una especie de calabaza, un tubo plateado y una bolsa con un producto que me pareció tabaco.
—Es mate. Tío Daniel nos envía mate. En Argentina lo toman como aquí el café y en esta carta nos explica la forma de prepararlo.
Aquella fue la primera vez que probé el mate y aún hoy su olor me recuerda la tarde en que mi madre y yo nos encerramos en la cocina y probamos una cosa extraña, no puedo decir si me gustó o no, lo único que sé es que lo saboreé con ilusión, mientras buscaba Argentina en el mapa y oía a mi madre hablar sobre un país muy lejano y hermoso, en el que hay selvas con grandes ríos y cataratas, montañas de hielo, playas y llanuras inmensas, en donde no era primavera sino otoño y en el que mi tío había encontrado trabajo como corresponsal en un periódico.
—Sobre todo no se lo digas a tu padre.
Me hubiera gustado explicarle que estaba muy equivocado, que tío Daniel no era rojo, sino bastante moreno y con el pelo rizado y negro, pero había prometido a mi madre guardar el secreto y, a pesar de no tener más que seis años, sabía que las promesas se deben cumplir siempre, siempre y siempre.
Pocas veces venía mi abuela a casa, pero el día en que mi madre la invitó a comer se armó una zapatiesta de cuidado. Nada más servir el arroz, a mi padre se le ocurrió sacar el tema y dijo a mi abuela que si su hijo se había tenido que marchar de España, le estaba muy bien empleado. “A los rojos que los zurzan”. Mi abuela no agachó la cabeza como acostumbraba a hacer mi madre, no, mi abuela combatió como una valiente.
—Te fuiste a Rusia para hacer el ridículo. La famosa División Azul se convirtió en el hazmerreír de todo el mundo, pero eso sí, conseguiste una paga vitalicia y un buen puesto en el gobierno civil. ¿Pues sabes lo que te digo? Que te lo metas por donde te quepa.
Me quedé de piedra cuando vi que mi abuela se levantaba, muy digna, y se iba sin llegar ni a tocar la comida. Sabía que mi padre no consentiría que, en su casa, alguien se dejara la comida en el plato y me preparé para volver a oír lo del hambre y la guerra y que si patatín y que si patatán, pero sus palabras me llenaron de terror.
—Porque es la madre de mi mujer, si no, juro que la denunciaría ahora mismo y esta noche ya la pasaría en un calabozo.
Yo, que no sabía que si te dejabas comida en el plato te metían en un calabozo, intenté comer a toda prisa, pero me atraganté y empecé a llorar. También mi madre acabó el arroz llorando a lágrima viva y mi abuela no volvió a poner los pies en casa.
—Te prohíbo que mantengas contacto con tu familia, y, sobre todo, exijo que apartes a la niña de su abuela.
Mi madre asintió entre hipidos y la tristeza invadió de nuevo nuestro hogar. Tan solo los regalos que llegaban regularmente, de parte del tío Daniel lograban que el rostro de mi madre recuperara la sonrisa.
 No parecía que por las Américas las cosas le fueran mal. Tío Daniel recorría todos los países de Iberoamérica y siempre se acordó de nosotros. Mi madre había llegado a un acuerdo con el portero para nos entregara los paquetes cuando mi padre no estaba en casa y no hubo mes en el que no recibiéramos alguna sorpresa: verduras, frutas, conservas y especias, a las que acompañaban largas cartas en las que nos explicaba recetas de cocina y nos hablaba de la belleza de aquellos lugares. Así fue como conocí la yuca, ayudé a mi madre a hacer unos panes deliciosos con harina de yuca con los que presumía ante las compañeras de colegio que no salían del pan con mantequilla y chocolate. Probé las piñas y los mangos, los aguacates, los plátanos macho y las papayas; con las recetas que enviaba tío Daniel mi madre aprendió a preparar cebiche, tortitas de maíz, dulce de leche y alfajores y hasta una vez recibimos un paquete de hormigas culonas, venían de Colombia y parecían granos de café, mamá y yo las tostamos en la sartén y nos las comimos riendo como locas. Cada envío de tío Daniel era una fiesta y un banquete que compartíamos en absoluto secreto.
Cuando al regresar de la escuela mi madre me decía al oído “tengo una sorpresa para ti”, ya sabía que se trataba de algún regalo de tío Daniel. Sin embargo el día en que recibimos una cajita llena de una especie de harina oscura, tanto mi madre como yo nos quedamos perplejas, pues no había carta con instrucciones, recetas ni pistas que nos indicaran cómo se comía aquello. Mi madre estudió el contenido y yo colaboré mojando el dedo con saliva, untándolo en aquel producto y metiéndomelo en la boca. No tenía gusto a nada. No era dulce ni salado, más bien tenía un gusto ahumado y terroso.
Hervimos unas cucharadas en caldo de pollo, esperando que fuera como una especie de sémola, pero ni a mi madre ni a mí nos acabó de gustar.
Pues será harina —dijo mi madre.
Puso la mitad del contenido de la caja en un recipiente, le añadió huevo, levadura y lo horneó con azúcar. El bizcocho resultante casi no se esponjó, pesaba como si fuera de hierro y se nos deshacía en la boca; tan solo mojándolo en leche fuimos capaces de acabarlo. Quedaba aún media caja de aquel potingue y por primera vez tuvimos que admitir que no acabábamos de encontrar gusto a uno de los manjares de tío Daniel.
Aquel día mi padre volvió del trabajo pronto y muy sonriente, sacó una carta del bolsillo y estuvo manoseándola mientras nos echaba una de sus arengas predilectas. Ni mi madre ni yo le hacíamos el menor caso, ya nos conocíamos de memoria las glorias del Generalísimo y la cruzada contra el judaísmo, el comunismo y la masonería internacional. De pronto se calló y empezó a mirar a mi madre fijamente a los ojos, con una sonrisa en la boca.
—¿Cuánto hace que no tienes noticias de tu hermano?
—Ya lo sabes, desde que se fue no he sabido nada de él.
Mientras mi padre hablaba vi que mi madre estrujaba un pañuelo, con manos temblorosas.
—Sabes lo que se merece ¿verdad? ¿Sabes lo que se merecen los rojos como él?
No pude más, yo quería a mi tío Daniel  y quise defenderlo.
—No es rojo –dije.
Mi padre se volvió hacia mí
—¿Qué has dicho?
—Que no es rojo. Lo he visto y no es rojo.
—¿Qué lo has visto? ¿Y cuándo lo has visto?
No respondí, miré a mi madre y me di cuenta de que acababa de traicionarla.
—Llevé a la niña a despedir a mi hermano.
No pudo acabar de hablar. Las manazas de mi padre cayeron sobre ella, la levantó en vilo tirando de su pelo, las gafas salieron volando y se partió una ceja contra la esquina de la mesa, antes de quedar tendida en la alfombra.
—Ya te enseñaré yo quién manda en esta casa.
Cuando vi la sangre que manchaba el mantel, creí que el corazón de mi padre había estallado y empecé a gritar con toda mi alma, hasta que mi padre dejó a mi madre y se encaró conmigo.
—Que sea la última vez que no se me obedece. He sido tolerante hasta la saciedad, pero si no me hacéis caso por las buenas lo haréis por las malas.
Mientras mi madre se limpiaba las heridas, me fui a la cocina. En casa se cenaba a las nueve y solo iba a faltar que la cena se retrasara. Para mi padre jugar con la comida era lo peor de lo peor, así que puse el puré en los platos y no sé cómo se me ocurrió verter en el plato de mi padre todos los polvos que quedaban en el paquete de tío Daniel.
Nos sentamos en silencio y empezamos a comer. Mi padre se echó a la boca una cucharada de puré y miró a mi madre con expresión interrogante.
—¿De qué es la sopa?
—De alubias.
Mi padre se echó otra cucharada y puso cara de asco. Estoy segura de que de buena gana habría dejado el puré para pasar directamente al pescado, pero era víctima de sus principios “nunca se deja comida en el plato”. A fuerza de agua y pan se lo acabó.
—Pues bien —dijo limpiándose con la servilleta y echando un trago de vino para quitarse el gusto—. Voy a darte una noticia que te disgustará, aunque es lo único que se merecía el desgraciado de tu hermano. He recibido una carta del consulado de Guatemala donde se nos informa que Daniel Gómez ha muerto en un accidente. Un día de estos recibiremos sus cenizas ya que su última voluntad ha sido ser enterrado en su tierra. Por lo que a mí respecta puedes hacer con ellas lo que quieras, yo me voy a la cama.
Mi madre me miró, puso los ojos en blanco y se desmayó.
No había nada qué hacer, nos habíamos comido a tío Daniel y ya no tenía remedio.
A quien peor le sentó fue a mi padre. Aquella noche tuvo una fuerte indigestión que acabó en un cólico y al fin su corazón estalló, pero afortunadamente lo hizo en el hospital.
A mi madre, sin embargo, comerse a tío Daniel le sentó de maravilla. Tras la experiencia antropófaga, su vida fue plácida, se volvió más alegre y cariñosa, no la vi llorar casi nunca y volvió a tocar el piano, cosa que, según me dijo, no había hecho desde que se casó.
Mi abuela volvió a visitarnos a menudo. Al principio la pérdida de su hijo la dejó sumida en la desesperación, pero pasado un tiempo se consoló con la idea de que Daniel había tenido el mejor de los entierros, estaba dentro de nuestros organismos y lo llevaríamos con nosotros durante el resto de nuestras vidas.
A quien tío Daniel alteró profundamente fue a mi hermano. Por aquel entonces no era más que un pez cartilaginoso que nadaba en el vientre de mi madre, quizás fuera por eso, pero lo cierto es que el espíritu del tío Daniel anidó en su ánimo y mucho antes de entrar en la universidad ya se dejó crecer el pelo, empezó a vestir camisetas negras con la figura del Che Guevara, no se perdía ni una manifestación, repartía pasquines, se encerraba en iglesias para pedir el final de la dictadura y se afilió al PSUC clandestino.
En cuanto a mí, tío Daniel me dejó el gusto por viajar y el placer de probar alimentos exóticos.